Apenas un mes y se dio la conversación. Ese tipo de conversación que muchos esquivan o ven sin importancia pero que a mi amigo y a mí nos sobrevino sin provocar en nosotros ni el más mínimo rechazo. No recuerdo exactamente cómo llegamos a ese tema, sólo sé que él estuvo rumiando una cosa y la compartió conmigo. Ahora, gracias a esa convesarsación y a su propuesta, escribo esto.
¿Que de qué hablamos? Más bien de quién hablamos. Hablamos de Dios. Él me contó su experiencia y yo hice un tanto de lo mismo a grosso modo pero nos entendimos. ¿Por qué? Por algo tan bonito (y necesario) como el ecumenismo. Vale que él se proclame agnóstico (no es que niegue a Dios sino que no puede demostrar que exista), pero por eso mismo, porque respeta y no niega lo que los demás puedan vivir, no fue imposible que pudiéramos entendernos. ¿No es esto el ecumenismo? Lejos de buscar lo que diferencia una religión de otra, se acogen los puntos de encuentro, de acercamiento entre las personas, sus valores y principios; desde el respeto y desde una apertura basada en el amor y la acogida.
Vale que el ecumenismo busque la unión de protestantes, ortodoxos y católicos, aquellos que proclaman a Jesús como el Salvador e invocan a Dios Uno y Trino, pero no es incompatible esa actitud para con los que no estén en ese grupo. Y, por eso, nos entendimos. Y entonces empezamos a hablar de las actitudes fanáticas, de los rencores, de los rechazos que se han ido dando a lo largo de la historia y, muy a nuestro pesar, siguen dándose hoy en día. Porque, me decía él, la actitud de un agnóstico no es la de un ateo que rechaza a Dios. Y está más cerca de la de un ecuménico porque se abre a otros pensamientos y vivencias. A la vez me dio un punto de vista innovador o que yo nunca me había parado a pensar y lleva razón (en parte, explicaré por qué). Me decía que un agnóstico incluso tuviera la actitud adecuada por el hecho de estar abierto a toda manifestación religiosa, que no viera a una como la mejor o la auténtica y no creara crispación al contacto con otra religión.
Se refería a que un católico, un protestante, un ortodoxo, un budista, un islámico y todos los habidos y por haber, llegan a un punto de verse superiores, de creerse con el poder o con la verdad en sus manos y no dan cabida al encuentro y al respeto. ¡Ahí fue cuando hablamos del fanatismo! Con esto no quiero decir que todos los mencionados arriba lo hagan, pero hay una fina línea entre el anhelo de Dios y el querer ser Dios. Y nos pusimos serios con el ecumenismo. Éste busca la unidad, y ésta se encuentra en los corazones. Las personas tenemos que encontrarnos por medio del corazón, el que nos bombea vida y nos permite percibir la bondad, la belleza, la justicia y el bien aquí en la tierra. Gracias al corazón podemos subir un peldaño más, unirlo con nuestra alma y trascender. Antes necesitamos nuestra inteligencia unida a nuestra voluntad para conocer y pasar a querer, a amar aquello que conocemos. Y un vez allí trascender. ¿Cómo vivir en unidad? Permitiendo conocer para poder amar y por ende, convivir, vivir el encuentro.
Quizás es aquí donde el agnóstico se quede cojo pues no busca el más allá, duda una realidad importante, se cuestiona sobre nuestro conocimiento del mundo, sobre uno mismo, o sobre Dios. Aunque éste sería otro tema a tratar, no deja de ser interesante su propuesta y me dio alegría comprobar que dentro de cada persona hay un anhelo de conocimiento, de apertura y de acercamiento a Dios aunque no se exprese claramente en palabras, actos o pensamientos en voz alta. El querer trascender, tratar temas profundos, vivir experiencias humanas de plenitud, conocer otra realidad es intrínseco en todo ser humano porque todos nos preguntamos en algún momento de nuestra vida por qué estoy aquí, para qué vivo y qué me hace plenamente feliz. Y como decía un libro que estoy leyendo, íntimamente feliz.
La cuestión es si uno quiere responder a esas preguntas, si quiere arriesgarse, si quiere mancharse las manos en la búsqueda viviendo su vida. Olvidamos que todos formarmos parte del mundo, que somos humanos y más aún, hijos de Dios. ¡Pertenecemos a la misma familia! Entenderse hoy, y siempre, ha sido difícil porque se olvidan de semejanzas y se centran en las diferencias. Se olvidan de que cada persona es única y por tanto diferente a otra y ésta es la única diferencia válida. Se olvidan o quieren olvidarse porque les ha invadido un deseo de poder, un anhelo de egoísmo y un pensamiento de grandeza. Y se olvidan de los más importante, que el poder se alcanza en la pobreza, que el egoísmo anula o mata a la persona y que la grandeza sólo se consigue con humildad.
¿Seguro que sigues pensando que eres agnóstico? ¿No te mueve la vida y su gente a conocer, a dar un paso más y vivir en plenitud? Una plenitud de vida que toda alma anhela y no puede conocer por sí misma.