Revista Cine

"De aquellos polvos vinieron estos lodos" o "Lo que tiene de malo Guzmán el Bueno"

Publicado el 06 octubre 2013 por Burgomaestre
A escasamente una semana vista de convertirse en lo que para el gremio de anticuarios se considera ya una antigüedad, es decir, cuando tan sólo media docena de días le separan de cumplir medio siglo de existencia, a este burgomaestre le asaltan constantes visiones de su pasado remoto, reflujos indeseados de sus viejas vivencias, posibles claves de lo que le ha llevado a ser el convulso manojo de absurdas ideas que hoy en día es.Por ejemplo: ¿En qué momento de su formación este burgomaestre aprendió o desaprendió algo que explique su completa incapacidad para entender la grandeza del flamenco? ¿Fue viendo “Cantares”, desde el Corral de la Pacheca, y presentado por el inefable Lauren Postigo, o fue mucho antes cuando desarrolló su resistencia al embrujo del cante hondo y del baile por bulerías? ¿A qué misterioso arcano se debe que un bailaor flamenco le parezca un señor atacado por un berrinche terrible y víctima de una pataleta irreprimible a quien habría que administrar sedantes? En similares recodos de su educación debe encontrarse la explicación para que sea impermeable al más elemental sentido de la corrección en el vestir y le parezca mucho más elegante Sitting Bull, Cantinflas o Charlot que el más emperifollado asistente a las carreras de Ascot o a una recepción en Buckingham Palace.En algunos casos concretos, las circunstancias mandan sobre nuestra capacidad de juicio. La recordada serie televisiva “Gunsmoke” (La ley del revólver, entre nosotros), una de las más longevas de la historia de la pequeña pantalla, y cumbre del género Western en el medio, siempre permanecerá, sin embargo, asociada para este burgomaestre con la inexpresable melancolía inherente a la sobremesa del domingo, por lo que nunca podrá apreciarla en su justa medida. Un horario de programación inadecuado puede modificar decisivamente nuestra valoración sobre una serie o una película. De la misma manera, una enseñanza errada de la historia de un país puede marcar que una generación (o varias) de sus hijos, repudie su pasado y abjure de su patria. El triunfalismo imperialista y acrítico de las escuelas franquistas produjo tantos escépticos que creer en España como en algo más que una farsa de cartón piedra (cuando no una barahúnda sangrienta) parece, por lo común, un ejercicio de cinismo.No existen disculpas para no querer a los demás, y sin embargo, todos las encontramos constantemente. Alegando secretas y oscuras ofensas del pasado, o la preponderancia de la religión, la patria o el bien ajeno, podemos relegar el cariño a un rincón. Y poco importa la proximidad del semejante o la estrechez del lazo que nos une con él. En la increíble historia de España que nos enseñaron en el colegio a los que hoy soportamos el peso de un país que apenas se mantiene a flote, se recoge el ejemplo de Alonso Pérez de Guzmán, al que se le conoce como “El Bueno”, por el escalofriante mérito de entregar un puñal con el que los moros benimerines y nazaritas y el infante Don Juan podían sacrificar a su propio hijo, a quien habían hecho prisionero y cuya vida ofrecían a cambio de que el leal don Alonso rindiera la plaza de Tarifa, de su señor, el rey Sancho IV El Bravo… ¡Hombre! Como modelo de paternidad de categoría estratosférica, otras culturas tienen a Atticus Finch, el mitológico protagonista de “Matar un ruiseñor” o, más modestamente, al Michael Landon de “La casa de la pradera” (quien tuvo, resaltémoslo, en Lorne Greene, su papá en La Ponderosa, un solvente maestro), o incluso al mofletudo y comprensivo Dick Van Patten de “Con ocho basta”, ejemplos todos ellos revestidos de la debida empatía mínima para con sus vástagos. Contrapuesto a ellos, y en inmortal gesto torero, Guzmán el Bueno se desembaraza de su propio retoño pensando, probablemente, en la recompensa honoraria que recibirá de su rey, o en los maravedises que se ahorrará en el pago de los caros servicios del preceptor británico que educa al peque. Es posible, incluso, que piense, lanzando su puñal desde la tronera, que aquel chaval, después de todo, nunca valió gran cosa y que ni siquiera se le parecía demasiado… ¿No estaba Abraham dispuesto a entregar su tan deseado y postergado hijo Isaac a la gloria de Su Señor, nuestro Dios? ¡Pues con la misma desprendida magnificencia podía don Alonso despachar a aquel tontaina que se había dejado capturar por los moros! Lo que siempre nos ha parecido fuera de lugar es calificar a semejante cafre de “Bueno”. Estamos seguros de que a quien ideó el secuestro de su hijo nunca se le habría ocurrido. Menudo papelón el suyo: “¿Con que seguro que nos entregaría Tarifa, eh?”, le interrogarían sus superiores, con cara de pocos amigos. No es extraño que los niños que entonces, viendo cómo las gastaban los padres españoles (Don Pantuflo Zapatilla, tristemente de actualidad ahora mismo, con ocasión de la nefasta película estrenada en los cines con sus famosos hijos como protagonistas, es otro ejemplo de severidad celtibérica) nos refugiáramos en los amistosos brazos de Maria Luisa Seco, quien, si bien incurría en la desagradable costumbre de recordarnos que debíamos estudiar para aprobar las evaluaciones, no es menos cierto que, desde su diaria tribuna del espacio “Con vosotros” siempre nos trató con mucho cariño y un sonriente respeto.
PD: A propósito de Guzmán el Bueno, me permito el abuso de confianza de relatar una pequeña experiencia personal (traumática, por supuesto), que quizá explique porqué, al cabo de tantos años, todavía recuerdo al abyecto personaje. En el colegio, en la clase de historia de 6º de EGB, al profesor se le ocurrió improvisar una representación teatral del episodio, correspondiéndole a este burgomaestre el poco lucido papel del hijo del héroe nacional. Mi cometido se reducía a ser conducido maniatado hasta la muralla de Tarifa y asistir impasible a las consecuentes negociaciones, con mi vida en juego. Amante de la improvisación y reclamando para mí un protagonismo que se me negaba, antes de que Guzmán el Bueno pudiera arrojar su puñal, exclamé: “¡Padre, no entregues la plaza! ¿Qué importa si yo muero?”, con lo cual, la heroicidad que le restaba a don Alonso de Guzmán quedaba muy mermada, reducida, prácticamente, a dar su conformidad paterna con mi auto-inmolación. Así las cosas, el moro que se encargaba de clavar la daga en mi axila no pudo evitar llevar en la cara la expresión: “¡Están locos, estos españoles!”

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