El otro día, coincidí con Manolo, un cura jubilado de las tripas de mi pueblo. Tras un fuerte apretón de manos, me preguntó por Jacinto. Jacinto, por si no lo saben, perdió a su hijo en un accidente de tráfico. Creyente hasta las cejas nunca entendió, por qué Dios le convirtió en el hombre más desgraciado de la tierra. Jacinto, desde aquel fatídico día, no quiere a los curas ni en pintura. Y no los quiere, queridísimos amigos, porque las hostias de la vida no distinguen entre ateos y creyentes. Manolo, aunque no lo diga, está desengañado. Desde que colgó la sotana, frecuenta El Capri los viernes a deshoras. Siente vergüenza por los escándalos del clero y se muestra cabizbajo, claro que sí, cuando alguien le pregunta por la Santa Inquisición. Una institución que quemó a Giordano Bruno y a otros eruditos que cuestionaron los dogmas cristianos.
Hoy, la ciencia y la fe cabalgan en carruajes separados. Las sotanas ya no tosen en los telescopios de Galileo. Y no tosen, queridísimos ateos, porque casi nadie apoya la divinidad como causa final. Ese Dios creador que ponía en marcha el mundo - el gran reloj terrenal - ha perdido su razón. Y la ha perdido porque señores como Guillermo de Ockham y Descartes, entre otros, se jugaron la piel por cuestionar las doctrinas de la fe. Doctrinas que solo aplaudían la física aristotélica como fuente de razón. En otro orden, la política y la fe también viajan en vagones separados. Fue Nicolás Maquiavelo quien inauguró el pensamiento político moderno. Un pensamiento que dejó atrás las simbiosis entre capas y sotanas. Y un pensamiento que ahuyentó, de alguna manera, la legitimidad de los políticos por razones de fe. Hoy, como saben, los curas hurgan menos en los gobiernos de hoy. Y hoy, muy poquitos regímenes occidentales están legitimados por la gracia de Dios.
En pleno siglo XXI, y en una tierra llamada España, todavía hay reductos de fe. Todavía existe una intromisión de las sotanas en los laberintos del poder. Y todavía, y valga la repetición, existe la religión en los intramuros del saber. Una asignatura que desde la Ley Wert convive, y en igualdad de condiciones, con otras disciplinas, tales como las matemáticas y el inglés, entre otras. Una asignatura impartida, como saben, por profesores ajenos al sistema de concurso - oposición. La ley que prepara Celaá en los fogones de Moncloa refleja el sentir constitucional del Estado aconfesional. La inmediata ley educativa convierte a la religión en una materia voluntaria y sin alternativa. Una materia alejada del corsé académico como podría ser la danza, el ajedrez u otra por el estilo. A pesar de las críticas vertidas por el clero, la "ley Celaá" abre, de una vez por todas, la independencia entre aulas y sotanas. Una independencia urgente y necesaria para la supremacía de la pluralidad ideológica en detrimento del sesgo religioso.