El Capri estaba repleto de gente. Eran buenos tiempos para el garito. Tiempos donde Peter se había convertido en una institución de la noche. Y tiempos donde el jazz sonaba con fuerza en los altavoces del fondo. Aquel día, no me encontraba bien. Me sentía como un perro abandonado. Solo, en el taburete que hay junto a las máquinas tragaperras, inundaba mis penas con tubos de tequila. Recuerdo que Manuela, una solterona del barrio, bailaba envuelta de fracasos, de amores malentendidos y secretos de alcoba. Bailaba bajo la mirada indiscreta de hombres necesitados. Hombres descamisados, con olor a Ducados y pantalones desgastados. En la barra, junto a mi taburete, estaba Gabriela, una conocida de la noche. Me dijo que había roto con Jacinto, su marido desde hacía más de veinte años. La miré a los ojos y vi a una mujer rota. Una mujer defraudada con la vida. Herida como hembra y despechada por los hombres.
Mientras leía el periódico, llegó una señora al garito. Una señora de esas que habla finodo, fuman Winston y beben Bourbon. Sentada a escasos metros de mí, me pidió fuego. Le dije que no fumaba, que la última calada fue en el entierro de mi abuela. Peter sacó una caja de cerillas. Una caja que le regalaron en un mitin de Felipe. Gracias guapo, le contestó. Me preguntó si conocía a un tal Joaquín. El único Joaquín que conozco, le dije, es el propietario de la "Santa Dolorosa", una funeraria del pueblo. Me dijo que acaba de morir su marido y que necesitaba comprar un ataúd. Le acompañé el sentimiento. Le dije que esta vida son dos días. Uno para vivirla y otro para disfrutarla. El bicho se lo ha llevado por delante. No somos nadie, me dijo. Sola en el taburete, con la taza manchada de carmín, apuntó su teléfono en una servilleta. Me dijo que era periodista. Que trabaja en la sección de sucesos de un periódico alicantino. Su marido, al parecer, tenía familiares en el pueblo. Peter se acercó a ella. Le dijo que pusiera, en la fachada del garito, una esquela de su esposo.
Tras la marcha de aquella mujer, me quedé pensativo en el taburete. Me encontraba mal, triste por lo sucedido. Le pedí otro cubata a Peter. Necesitaba sofocar mis penas en las burbujas del gintonic. La música del los Blue Boys transportaban mi mente a mis años juveniles. Años donde lo único importante era el sábado por la noche. Donde solo pensaba en fiestas y mujeres. Y donde mis amigos tonteaban con la droga y jugaban con la muerte. En una esquina, decenas de platos y vasos esperaban su lavado en el fregadero de la barra. Vasos con restos de ginebra, con cubitos derretidos y manchados de carmín. Vasos con servilletas arrugadas en su interior. Y vasos impregnados de olor. De olor a colonia, tabaco y sudor. En el pasillo de la barra, Manuela baila con Gregorio. Baila envuelta en un manto de humo. Baila como una adolescente en las tinieblas de su imaginación. En el fondo del garito. Al lado del aseo, Fermín arroja su nómina por la ranura de las máquinas tragaperras. En la calle, se oye el camión de la basura. El jazz suena de fondo. Es noche de luna llena.
Por Abel Ros, el 3 julio 2020
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