El olor a mujer envolvía de pecado los rincones del garito. Aquella noche, la música de los Héroes hizo que Gabriela bailara con Jacinto hasta altas horas de la madrugada. Era un baile sucio. Un baile de susurros entre adultos casados, con hijos y canas en las axilas. Recuerdo que vivía Manolo, toda una institución en El Capri. Peón de albañilería, todos los fines de mes, fundía su nómina por la ranura de las máquinas tragaperras. La perdición de un hombre, le dije en una ocasión, es el vicio. El vicio es como una alcantarilla donde desembocan las aguas fecales de la vida. Sin mujer, ni perro que le ladrara, lo único que tenía en la vida era la telaraña de sus bolsillos. Aquella noche, Manolo conoció a la Juana, una fulana de las tripas de mi pueblo. Era una mujer sin cultura, de esas que dicen hostia, beben vino tinto y juegan a las cartas.
Tras varias copas, Manolo y la Juana salieron por la puerta de atrás del Capri. En la barra, yacía el vaso de la fulana manchado de carmín. Un vaso, la verdad sea dicha, con cubitos derretidos e impregnado de Ducados. En la pista, la gente bailaba el chuchuchú del tren. Un chucuchú de mujeres enfajadas, hombres calvos y descamisados. Un chuchuchú de pecado, tentaciones y sueños prohibidos. Pasaron por delante de mí, un carrusel de miradas lujuriosas hizo que me sintiera desnudo en medio del garito. En la soledad de la barra estaba Martín, un hombre silencioso de esos que mueven la copa antes de acercarla a la boca. Le pregunté por su hijo. Me dijo que se había independizado. Que se había ido del nido. Ahora, me decía, necesitaba devolver a su matrimonio miles de detalles. La última vez que tocó a su mujer fue el día de su cumpleaños. Hace siete meses que duermo solo. Solo como un perro abandonado en la alfombra del salón. La pareja, le dije, es como un huerto. No lo debes descuidar sino se llena de maleza.
En el taburete del fondo, Rodrigo leía El Marca. Lo leía como de costumbre, desde atrás hacia delante. Era un hombre culto, de esos que hablan finodo y bombean la voz cuando toman la palabra. Le gustaba hablar de viajes. De su escapada a Roma, de su aniversario en París o de su picadero en Santander. Le gustaba ostentar y disfrutar del aplauso de la barra. Era un señor con suerte. De esos que fuman pipa, van con rubias de bote y conducen coches caros. Un hombre de la vida, como diría mi abuelo si levantara la cabeza. En una ocasión, Manolo y él discutieron. Recuerdo que Manolo, le dijo: "si de algo tengo pena es de los ricos". Pena porque el dinero corrompe a los hombres, los llena de vanidad y les deshumaniza el espíritu. Rodrigo se reía del " discurso de los pobres". Los pobres "siempre se están quejando". Se quejan de sus vidas, de la miseria de sus trabajos. Se quejan de vicio y no hacen nada para cambiar su destino. Desde lo alto del caballo, le respondió Manolo, el prado se ve diferente. Ojalá que, algún día, los Quijotes sean Sanchos y los Sanchos Quijotes.