No sé cuando ocurrió, fue un cambio sutil e imperceptible. Entonces pasó, ya nunca más sería Bart, el joven eterno, osado y atrevido. La vida me había cambiado, vaya que sí; era un Homer, ese padre latoso y cortarollos.
De pronto el multiplícate por cero pierde todo sentido y ya no encuentras colegas a los que decirles mooola.
En cierta forma, la paternidad te pone en tu edad. Ya no hay excusas, se acabó la fiesta. Pasas al otro lado de la trinchera para no volver. Eres el tronco y no mooolas. Dejas de ser el revolucionario para pasar a ser la autoridad. Si eso no es el lado oscuro se parece mucho.
La juventud indefinida es una aportación de la sociedad moderna. Nos sentimos adolescentes inmortales aunque hayamos dejado hace décadas los pantalones cortos, y el skate acumule polvo en el garaje. El instituto quedó atrás y ya se terminó la universidad. Empiezas a trabajar y te planteas seriamente irte de casa. Tu pelo empieza a clarear, tu mente se despeja y un amago de barriga hace su aparición.
En tiempos no tan lejanos serías un señor, pero en el espejo tu sigues viendo a un chaval. Entonces nace tu primer hijo y te hace padre. La juventud se te aparece en el espejo pero ya es un espejismo, todo un autoengaño.
En ese momento la realidad irrumpe de la forma más insospechada frente al televisor. Es un nuevo episodio de los Simpson y te descubres simpatizando con el padre. Bart, tu colega, tu compañero de fatigas, es un fantasma del pasado, una imagen añeja en blanco y negro. Un pringado. Y tú eres Homer, sudoroso, abrumado y superado con un brote de rabia incontrolada. De mi garganta ya no sale moooola, estoy persiguiendo a un pequeño travieso. "Te mato", grito como si viviera en pleno episodio. Estoy persiguiendo a Bart...