Cuando el Peque apenas tenía una semana de vida, recuerdo estar postrada en el sofá por aquello de la cesárea. Dormir en la cama era todo un suplicio. Por más cojines que me pusiera o por más vueltas que le daba al cojín de lactancia, no había manera de encontrar una posición en la que no me doliera la cesárea o me tiraran los puntos. La solución fue irme a dormir al sofá.
Acabábamos de estrenarnos como familia de cinco y todo era un poco caos. Yo estaba todo el día en el sofá con el Peque colgado en mi teta. Pero lo peor era no poder moverme y ayudar en el día a día con mis otros hijos. Papá³ se encargaba de bañar al Peque. Se iba a la habitación de los Mayores donde estaba el cambiador (entonces vivíamos en el minipiso). Le secaba bien, le curaba el cordón con el alcohol de 70º (tal como nos dijeron en el hospital), le vestía y me lo daba para que le enganchara al pecho. Y se encargaba de todo lo demás con los Mayores.
Por aquel entonces el Mayor tenía la fea costumbre de meterse cosas en la boca. Una reminiscencia de la fase de bebé que le estaba durando más de lo normal. El caso es que una noche durante la cena, el Mayor nos dijo que le dolía un poco la tripa. Indagando un poco nos confesó que se había ido a la habitación, se había subido en el cambiador y había llegado así a la balda que estaba arriba en la pared. ¿Y qué había cogido? Pues la botella de alcohol de 90º para curar el cordón de su hermano. Ni corto ni perezoso, le había dado un trago.
Apenas terminó de contarnos eso, vomitó. Salió lo que suponemos que era el alcohol y las pocas salchichas que había cenado. Como os imaginaréis, Papá³ y yo andábamos desquiciados. El Mayor no parecía tener ningún síntoma y decía que la tripa había dejado de molestarle. ¡Normal! Lo había echado todo… o eso quisimos creer. Papá³ acostó al Mediano, vistió al Mayor y se fue derecho al hospital con él. Y yo me quedé plantada en el sofá con el Peque y mis puntos.
De noche, con falta de sueño y sin poder levantarme del sofá, todo se ve muy distinto y la cabeza no para de darle vueltas a las cosas. Recordé que el Mayor había venido el día anterior con unos moratones muy feos en las piernas y con otro en el brazo. Al parecer, jugando al fútbol en el cole le habían dado un empujón y se había caído al suelo. A esto hay que sumarle las patadas dirigidas al balón que suelen acabar en las piernas de los jugadores. ¿Y si en el hospital pensaban que era un niño maltratado?
Seguro que pensaréis que los moratones en los niños son normales, sobre todo en las piernas, y que en principio era todo una paja mental mía. Sí, visto ahora no os falta razón. Pero aquella noche yo estaba recién parida, con las hormonas haciendo de las suyas, con el Mediano acostado y yo esperando que no se despertara en toda la noche, con el Peque en brazos todo el rato y yo incapaz de levantarme sola del sofá. Pasé toda la noche con aquella idea rondándome por la cabeza.
El Mayor pasó toda la noche en observación, le hicieron pruebas y llegaron a la conclusión de que había expulsado todo el alcohol al vomitar. Papá pasó toda la noche con él. Y él, lejos de asustarse, llegó a casa a la mañana siguiente diciéndome que se lo había pasado genial en el hospital y que si podía ir otra noche. Casi me da un soponcio y, si no hubiera seguido sentada en el sofá, me hubiera caído de culo con su ocurrencia.
CONTRAS:
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El miedo que pasé aquella noche por todo. Miedo a que se despertara el Mediano, miedo a que el Peque pasara una mala noche, miedo a que al Mayor le pasara algo malo por habérselo bebido… miedo por todo.
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Jamás pensamos que ninguno de los Trastos pudiera ser capaz de llegar a la balda donde colocábamos el alcohol de 70º. Está claro que, cuando se trata de niños, no hay que fiarse y contemplar todas las posibilidades que podamos, por remotas que nos parezcan…
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Ver que, lejos de asustarse, el Mayor se lo había pasado pipa y quería repetir experiencia. ¿Sería capaz de beberse o tragarse cualquier otra cosa sólo por pasar otra noche en el hospital?
PROS:
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Mis peores temores no se hicieron realidad. El Mayor no ha vuelto a meterse nada en la boca que no debiera. Parece ser que aprendió la lección.
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Esta lección también le ha servido al Mediano, a quien se la hemos contado y ha aprendido de su hermano lo que no hay que hacer.
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Ésta ha sido la única ocasión en que cualquiera de mis hijos se ha tragado algo peligroso en la boca. Afortunadamente, y aunque yo los llame cariñosamente “Trastos”, nunca les ha dado por probar la lejía, pastillas o cualquier otra cosa similar (aunque todo esto esté guardado concienzudamente). Cruzo los dedos para que sigamos así.
El cordón del Peque se cayó a los dos días. Así que guardamos el alcohol en un sitio bien alto y bien escondido donde no había nada que los Trastos pudieran usar para llegar (ni sillas, ni taburetes ni muebles).
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