Desde hace unas semanas, podemos ver en todos los medios de comunicación cómo millones de personas en el mundo árabe se han levantado contra unos gobernantes que llevan años recortando sus libertades y derechos. Dictadores sin escrúpulos que ponen las armas de un ejército contra su propio pueblo y les obligan a disparar contra familiares y amigos. ¿Puede haber algo más horroroso? Seguro que sí.
Gadafi, después de tantos años escondido bajo un velo de silencio, hipocresía y cinismo internacionales, se ha quitado abiertamente la careta y ha optado por la más brutal de las violencias (aquella que se desata contra los desarmados). Ha elegido aplastar al adversario y acabar con todo aquel que se atreva a cuestionar su permanencia en el poder. Quiere morir matando, pero ni él ni los suyos se atreven a pisar el campo de batalla.
“¡Qué mueran los demás!”, estarán pensando ellos mientras se toman una copa frente al ocaso en la terraza de una de sus extravagantes y extra-lujosas residencias protegidas en todo momento por los más modernos sistemas de vigilancia y por los más feroces y fortachones miembros del ejército libio. ¡Qué fácil! Así cualquiera. Apostar sabiendo que lo que pierdas lo pagará el vecino de enfrente es muy pero que muy sencillo, además de cobarde.
Su pueblo, sin embargo, ha decidido apostar sabiendo que lo que se juegan es, nada más y nada menos, que la vida; la suya y no la de nadie más. Por ello, merecen mi más profundo respeto por su valentía y coraje. ¡Qué lejos estamos de ellos! Nosotros, aquí, no apostamos ni el puesto de trabajo, no vaya a ser que nos lo quiten… Aunque muchas veces mantenerlo suponga la pérdida de parte de nuestra dignidad…
Nadie sabe lo que pasará en Libia, Túnez o Egipto. Nadie tiene la certeza de que tras estas revueltas, llegue por fin la democracia a estos países. Ni siquiera si con ella llegará la igualdad a todos y cada uno de sus ciudadanos, ni si con ella vivirán mejor… Nadie puede saberlo, pero probablemente, cuando vuelva la paz, serán, al menos, un poco más libres.