Recuerdo que era una tarde de sábado. L'aînée estaba durmiendo la siesta. El padre poniendo una lavadora y yo recogiendo la ropa del tendedero. No habrían pasado ni cinco minutos, cuando volví a la habitación. Y la imagen que me encontré fue la siguiente: Ella estaba sentada en la cama, con la boca llena de lacasitos, pero no de cuatro a la vez, ¡no! Los carrillos estaban hinchados, y de su boca salía líquido del chocolate ya mordido. Las manos estaban llenas de chocolate derretido, y no os cuento cómo estaba la funda nórdica.
Me reí y llamé al padre, pero tuve que hacerle escupir el contenido de la boca, porque estaba a reventar. A partir de ahí, aprendí a no dejar cerca de ella ninguna bolsa de lacasitos.
Por cierto, aunque he tratado de retrasar la entrada del chocolate en ambas Genovevas, la petite ya lo ha catado, y ha sucumbido. A partir de ahora, tendré que compartir mis tabletas de chocolate, no sólo con una niña, sino ¡con las dos!