Revista Cultura y Ocio

De cómo llegué a la cárcel María Jesús Mayoral Roche Sén...

Publicado el 01 octubre 2013 por Chus

De cómo llegué a la cárcel
María Jesús Mayoral Roche 


De cómo llegué a la cárcel María Jesús Mayoral Roche Sén...

Séneca (Museo Nacional Arqueológico de Nápoles)

La casualidad no existe. Partiendo de ahí diré que, por lo general, todo individuo se fija una meta en la vida, quizás inconscientemente, y pasa su existencia luchando por encontrarla, buscando el camino para llegar hasta ella. Lo cierto es que en ese camino, en esa búsqueda denodada, nos vienen dadas otras muchas cosas que nada tienen que ver con la consecución del fin que perseguimos, a veces incluso mejores, que el propio fin por el que tanto luchamos. El fin en la vida de algunos individuos llega a convertirse en una obsesión, y esa obsesión les llega a cegar de tal manera, que dejan de tener una percepción real de cuanto les rodea. Umberto Eco afirma, que el individuo sólo busca un único fin en la vida. Yo añadiría por mi parte, que tampoco tiene capacidad para más.   La experiencia me dice que es bueno dejarse llevar por la vida, que no es preciso fijar un rumbo o seguir un camino marcado de antemano. En esa relajación, en ese dejarse llevar, a veces nos llega algo, algo que nos sorprende. De ese algo llegamos a pensar que no va con nosotros, que no está dentro de lo fijado y que por tanto no estamos obligados a dar lo que se nos pide porque no entra en nuestros planes.   En los primeros meses de 2001 mi principal y única obsesión se centraba en colocar mis novelas. Durante varios años había trabajado duro y había llegado el momento de dar salida a toda mi obra. A día de hoy todavía siguen en el cajón, eso sí, a cambio recibí la dentellada de una amarga experiencia. Sí, estaba insatisfecha, contrariada y sobre todo apagada, muy apagada.   En ese cruce de días enrevesados y difíciles para mí, me vino dado algo. Una persona a la que nunca terminaré de agradecer aquel ofrecimiento, me preguntó:   - ¿No sabrás de algún escritor que esté dispuesto a dar una charla en la cárcel?   Yo no me di por aludida, pues había dicho escritor y no escritora. Ella me insinuó:   - Verás... Yo había pensado en ti.   Mi respuesta fue inmediata:   - Sí, claro. No tengo ningún reparo en ir a la cárcel.   Ella apostilló:   - Es en la de hombres.   - Sí, sí. Da igual. Yo voy.   Ella me hizo la petición en nombre de la Institución para la que trabaja. Debo decir que desde niña me inculcaron ayudar a los demás, así que moralmente me veía en la obligación de estar al lado de los que sufren.   En el año 1996 escribí “El bobo de los bolones”. Una novela enraizada en la marginación social, en los personajes de comisaría, en la cárcel, en las chabolas y en la miseria humana. En aquel tiempo hubiera dado algo por visitar una cárcel, por hablar con los presos; pero desgraciadamente nada de eso estuvo al alcance de mi mano. Cuando terminé la novela me dije a mí misma que nunca más volvería a tocar el tema de marginación social. Aquella novela me derrumbó anímicamente. Arrastrar idiotas, meterme en su cabeza, destrozar párrafos, montar diálogos para besugos, utilizar un lenguaje especial y frustrarme para escribir, desgasta y mina el espíritu de cualquiera. Pero alguien me retó y yo acepté el desafío literario.   Debo confesar que escribir aquello desataba mi ansiedad. Entraba en La Pecera del Ateneo –una de las bibliotecas del Ateneo-, me sentaba, acomodaba mis escacharradas vértebras lumbares en la dura silla, colocaba mi carpeta, encendía la lámpara y acto seguido salía como alma que lleva el diablo a comprarme una palmera de chocolate a la pastelería más cercana. Antes de ponerme de nuevo al tajo, entraba en La Cacherrería –lugar de conversación en El Ateneo- para tener una conversación mental con un cuadro de Séneca, algo más relajada volvía a La Pecera, me sentaba y me enfrentaba a la cuartilla en blanco que me estaba esperando para que la llenara con personajes desarrapados. Este detalle de hablar con Séneca no significa que sufriera una locura temporal, es sólo que en aquel momento estaba leyendo su obra y me hacía sentirme cercana a él. Aunque debo ser sincera y confesar que soy senequista.    Durante aquel año, conforme me metía más y más en la barbarie de la historia que me había propuesto contar, los nervios se iban apoderando de mí hasta que finalmente hizo acto de presencia un tic que tenía olvidado; un tic en el ojo derecho. Hacía años que lo tenía dormido. Creo recordar que su última aparición fue en una clase de Ciencias Naturales de 1º de BUP, con aquella profesora excéntrica que te preguntaba cosas de pensar que no venían en el libro de texto. Aquel súbito pestañeo me sacó del letargo y me puso en la realidad, en mi realidad. Terminado aquel ímprobo esfuerzo, saqué mi trabajo en la impresora, ordené los folios, los estreché contra mi pecho y me bebí un whisky para celebrarlo: prueba superada, no volveré a la marginación.   El 28 de marzo de 2001 iba a ser para mí un día especial. Bueno en otro tiempo hubiese sido más importante, pero las cosas en la vida no llegan cuando una quiere. ¡Qué se le va a hacer! Sin embargo y sin yo saberlo, se avecinaba en mi vida un cambio muy importante, a partir de esa fecha ya nada sería igual para mí. En el Centro Penitenciario de Zaragoza se estaban celebrando unas Jornadas Culturales y a mí me tocaba intervenir el miércoles 28. Yo me sentía tranquila, a pesar de no haber pisado una cárcel en mi vida. Durante la semana anterior no pensé en nada, tampoco lo hice en la mañana anterior a mi intervención. No, no me preocupaba lo que podía pasar en el transcurso de mi charla, tampoco me preocupaba la gente que podía encontrarme allí.   Mi encargo de dar una charla en la cárcel lo tomé como algo natural. Sólo tenía que escoger un buen tema, mostrarme tal y como soy y hablar con soltura, sin utilizar palabras rebuscadas. No me costó dar con el tema. Soy escritora y debía hablar de literatura, de libros y por supuesto de escritores. Llegados a este punto el elenco se reducía más, tenía que escoger a escritores que hubieran sufrido presidio y que no todos hubiesen sido condenados por motivos políticos. La elección estaba clara: Dostoievski, Oscar Wilde y Miguel Hernández. Con este trío de ases la partida estaba ganada de antemano. Días antes me advirtieron, que en la cárcel la asistencia a charlas y otras actividades es voluntaria, que quizá fueran a la charla unos cinco o seis o que tal vez no hubiera interés y no se presentara nadie; en cualquier caso debía estar preparada para cualquier circunstancia adversa. Aquella observación me dejó indiferente. Yo había preparado mi charla y bueno... lo demás vendría solo.   

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