Juan Martorano.
En un llamativo análisis que por fin atrajo la atención de otros genetistas, el director del proyecto Sunshine, Edward Hammond, un científico sumamente respetado, concluía: “El temor es que esos descubrimientos sean explotados como arma militar”.
Tal y como Sudáfrica en un tiempo había pretendido crear una “bomba negra”, en 2003 salió a la luz que en los laboratorios de Corea del Norte se estaba trabajando en la creación de su réplica: una bomba étnica que tendría por objeto la población blanca de la Tierra.
En junio de 2004, descubrió más tarde la CIA, el doctor Ri Che Woo se dispuso a pasar el día como lo había pasado los anteriores mil ochenta y ocho, trabajando en su laboratorio. Cuando llegara la lluvia veraniega él estaría a mucha distancia bajo tierra, en el complejo meticulosamente controlado donde se supervisaba la circulación del aire y la luz ultravioleta para que no pudiera entrar ningún virus o germen. Antes de entrar, se había quitado toda la ropa, habría pasado por una cámara estanca, se habría duchado en el cubículo adyacente, habría pasado por otra cámara estanca y se habría puesto prendas estériles de hospital. Sólo entonces estaría preparado para trabajar en una bomba “sólo para blancos”. Sin embargo, pronto su rutina diaria dejaría de formar parte de su vida. Sabía que los riesgos de lo que pretendía hacer eran mayores incluso que un desliz en la manipulación de cualquiera de los virus o gérmenes con los que
trabajaba. Con ellos, si tenía tiempo para usar alguno de los antídotos prescritos, todavía podía sobrevivir. Esa posibilidad no existiría si su plan era descubierto: la tortura y la muerte serían la inevitable consecuencia.
Su decisión fue un recordatorio de lo lejos que había llegado desde que se licenciara en la Universidad Química de Hambung, reconocida desde hacía tiempo como el primer campus del país en la producción de científicos que trabajaran en los programas nuclear, químico y biológico de Corea del Norte. Estos los dirigían conjuntamente la Academia de las Ciencias, la Oficina de Defensa Química y el Ministerio de las Fuerzas Armadas del Pueblo.
Al principio habían asignado al doctor Ri al Instituto de Endocrinología de Chee Kyong Tae, parte integrante de un conglomerado de instalaciones de biotecnología situado al este de la capital, Pyongyang. Se incorporó a un equipo de biólogos y genetistas que trabajaban en un proceso conocido como expresión de genes. Valiéndose de ingeniería genética, programaban genes para que se dividieran. Procesaban miles de millones de genes al día; al final de su jornada, el doctor Ri había ayudado a crear un número superior de genes superior a la población humana del mundo.
El proceso lo habían descubierto dos bioquímicos, Stanley N. Cohen, de la Escuela de Medicina de Stanford, y Hebert W. Boyer, de la Universidad de California en San Francisco. Habían aunado esfuerzos para descubrir si, trasladando ADN de un organismo a otro que no estuviera relacionado, podía crearse una nueva forma de vida. Descubrieron que era posible cruzar las antiguas barreras entre especies. A medida que la noticia de su éxito circulaba por la comunidad científica, cundió el miedo a que el descubrimiento pudiera usarse para crear armas biológicas. La nueva forma de vida, los plásmidos, podían ser alterados mediante ingeniería genética para producir supervirus contra los que las vacunas y otros antídotos existentes ofrecían poca o ninguna defensa.
El trabajo del doctor Ri en el instituto había tenido que ver con la creación de esos virus a partir del arsenal de toxinas de gérmenes patógenos y venenos biológicos que Corea del Norte, al igual que Estados Unidos y otros países, ya poseían. A esas alturas, en otros centros de investigación, Corea del Norte había producido también suficientes medios de cultivo – agar, peptona y extracto de levadura obtenido de sus cerveceras- para cultivar cantidades sustanciales de agentes necesarios para convertir en armas la peste, la fiebre amarilla, la viruela, el tifus, el botulismo y el virus, especialmente letal, de la fiebre hemorrágica coreana. El trabajo para convertirlos en arma se había acelerado al constatar que la confrontación continua con Corea del Sur no mostraba inicios de amainar. Kim Jong, presidente de Corea del Norte, poco antes de su muerte había dicho que la guerra biológica era “la gran igualadora, que garantizaría una represión mortífera si Corea del Sur siente alguna vez la tentación de lanzar contra nosotros sus armas inteligentes proporcionadas por los americanos”.
Agentes encubiertos de la CIA descubrieron que se había probado ántrax por primera vez en mayo de 1998 sobre prisioneros norcoreanos trasladados de un gulag cercano a la frontera con China hasta un campamento militar de las afueras de Pyongyang. Los metieron en una jaula grande y los rociaron con partículas de ántrax. Todos murieron. Al cabo de unas horas otros prisioneros recibieron la orden de retirar los cuerpos. No les proporcionaron ropa de protección para la tarea. Los cuerpos fueron trasladados al Instituto Farmacéutico. El doctor Ri se contaba entre los científicos que examinaron los cádaveres. Todos presentaban llagas en la piel, ampollas y esputo manchado de sangre. Fue su primer atisbo del horror a la bioguerra. Quemaron los cadáveres en la incineradora del instituto.
Un año más tarde, Corea del Norte empezó a vacunar contra la viruela a muchos de sus soldados destinados en el frente, una práctica que las Fuerzas Armadas estadounidenses tenían implantada desde hacía una década.
Tras probar el ántrax, los científicos norcoreanos recubrieron sus esporas con compuestos orgánicos para salvaguardarlas de los rayos ultravioleta, que debilitan su potencia cuando éstas se exponen a la luz solar. El proceso, llamado microencapsulación, se logró con la ayuda de microbiólogos soviéticos, supuestamente. A continuación se realizaron más pruebas sobre los 250.000 norcoreanos encarcelados en los gulags del país. Cuántos murieron seguirá siendo otro de los tantos secretos de los países que han desarrollado este tipo de tecnologías.
A mediados de los noventa, el programa biológico había empezado a trabajar en un sistema eficaz de dispersión para su ya considerable arsenal de bioarmas. Para finales de 2000, más de una docena de instalaciones, por lo general disfrazadas de fábricas comerciales, trabajaban en la producción de los sistemas de dispersión que incluían ojivas de misil, aviones fumigadores y un rociador portátil que un terrorista suicida dispuesto a lanzar un ataque devastador podía llevar a la espalda.
Durante los años que siguieron, el doctor Ri fue trasladado de un centro de biotecnología a otro. Su conocimiento del funcionamiento interno de las instalaciones donde proseguía la búsqueda de nuevas y todavía más letales armas biológicas aumentó durante los años que pasó en lugares como la fábrica de jeringas Taedonggang, la fábrica de producción de medicina preventiva Auguk y el Instituto de Ciencias Médicas cercano a Pyongyang. Su trabajo fue llamando cada vez más la atención de sus superiores, sobre todo cuando empezó a investigar las semejanzas entre los seres humanos para comprender mejor los misteriosos mecanismos del ADN y su modo de transmitir instrucciones biológicas para crear una vida. Manipulando esto, también puede destruirla.
De vez en cuando se reunía con alguno de los 30.000 biólogos de la Unión Soviética que, desempleados desde su caída, habían sido reclutados en secreto para trabajar en el programa biológico de Corea del Norte. Otros habían ido a China, Siria, Libia e Irán. El doctor Ri había tomado nota de sus nombres y especialidades: diversas técnicas de ingeniería genética que podían usarse para crear gérmenes letales que destruyeran cosechas y mataran personas; lo mismo hacían los Estados Unidos de Norteamérica. A finales del verano de 1999, lo convocaron una vez más en la Academia de las Ciencias de la capital. Allí conoció a la doctora Yi Yong Su.
A esas alturas el doctor Ri se hallaba enfrascado en el proyecto “Genoma Humano” iniciado en 1990 como un plan internacional de quince años y 3.000 millones de dólares para localizar e identificar los 60.000-80.000 genes que componen el mapa del ADN humano. Si bien no formaba parte de manera oficial del mayor programa de investigación jamás acometido por la ciencia internacional, había recibido informes regulares sobre los avances de los científicos de otros dieciocho países que habían emprendido proyectos de investigación del genoma. A medida que progresaba su trabajo, habían surgido dilemas éticos: ¿ Era correcto hacer pruebas genéticas para detectar enfermedades hereditarias? ¿Debía utilizarse la información genética sobre las personas con fines comerciales, como decidir su idoneidad para la cobertura aseguradora? En el mundo del doctor Ri no se precisaban respuestas.
La doctora Yi Yong Su, una genetista de cincuenta y un años, era muy respetada, y no poco temida por sus colegas científicos. Lo que es más cierto es que supervisaba una serie de proyectos de investigación en los ocho centros sobre los que ejercía el control. Era programas de biología celular e ingeniería genética con hormonas de crecimiento humanas, así como de desarrollo de endonucleasas de restricción: enzimas empleadas en técnicas de recombinación genética. Sus científicos también habían empezado a trabajar en la creación de organismos diseñados para atacar cosechas y los sustemas inmunológicos y nerviosos humanos.
La doctora Yi le había explicado al doctor Ri que lo nombraban director de investigación de un nuevo proyecto. Debía crear un arma que atacase solo el genoma de la población blanca del mundo.
Cuatro años después, el doctor Ri por fin decidió que tendría que desertar y llevarse con él las pruebas que sustentaran su afirmación sobre lo que hacía supuestamente Corea del Norte. En esa mañana de junio de 2003, cuando las nubes de lluvia se habían concentrado una vez más sobre el complejo donde se encontraba su laboratorio, el doctor Ri solo había informado su decisión de huir a Estados Unidos: a su mujer, Ching- Mi, madre de sus dos hijos adolescentes, a los que solo pondrían al tanto de lo que iba a suceder en el último momento posible.
Su director , Wouter Basson, era un científico brillante y totalmente implacable y amoral cuya habilidad para desarrollar armas biológicas lo había convertido, en palabras del arzobispo Tutu, en “el díscipulo del diablo, trabajando en el aspecto más diabólico del apartheid”. Usando empresas tapadera que afirmaban realizar “investigaciones serias”, el proyecto Costa había recopilado información científica de todo el mundo. Parte de ella procedía de una pequeña granja alquilada cerca de Ascot, en Berkshire, Inglaterra, cuya pintoresca dirección postal -Faircloth Farm Village 1, Watersplash- hacía díficil creer que recibiera material de guerra bacteriológica procedente de, entre otros lugares, los científicos de Corea del Norte. Para ellos -tan aislados de la comunidad científica mundial como lo estaba Sudáfrica en los tiempos del arpatheid- la granja era un medio de intercambiar datos. Más tarde, científicos del proyecto Costa visitarían Irán y Libia, países ambos donde Corea del Norte, al igual que China, había entablado contactos con sus propios programas de guerra biológica. Gran parte de lo revelado en esas reuniones se había perdido en la trituradora para eliminar un condenatorio rastro de papel. Sin embargo, el doctor Ri sabía que Sudáfrica había realizado ofertas a algunos de estos científicos soviéticos desempleados para que fueran a trabajar en el proyecto Costa.
Había muchos postores por sus servicios y no sobreviviría ninguna prueba que demostrase si alguno había aceptado el ofrecimiento.
Larry Ford, un médico ginecólogo mormón de la Universidad de California en Los Ángeles, había forjado una estrecha vinculación con Wouter Basson y, a través de él, había entablado contactos con los científicos menos siniestros de Corea del Norte. Sí, como más tarde se sugirió, trabajaba para la CIA, se eliminó con esmero cualquier prueba que lo corroborase.
Más cierto es que ni uno solo de sus pacientes sospechaba que el doctor Ford había transportado en sus vuelos a Sudáfrica toxinas letales en el equipaje de manera regular. Dónde las había obtenido, quién había autorizado su salida de Estados Unidos y la identidad del usuario final fueron secretos que el doctor Ford se llevó a la tumba. En la primavera de 2000 se suicidó. Fue por esas fechas cuando el doctor Ri también empezó a recopilar en secreto sus propias pruebas acerca de los lazos entre el doctor Ford, Wouter Basson y Corea del Norte. Cuando la policía de California que investigaba el suicidio abrió el frigorífico del doctor Ford en su residencia de Irvine, halló suficientes frascos para envenenar, en palabras de un agente, “a poco más o menos todo el estado. Entonces supimos que no nos las veíamos con un suicidio normal y corriente”.
Pulcramente apilados junto a las latas de cerveza habían frascos con cultivos de cólera, botulismo y fiebre tifoidea. En la otra punta del mundo, en los centros de investigación de guerra biológica de la provincia de Pyongyang, los cultivos eran herramientas esenciales para los científicos que trabajaban con el doctor Ri en el Instituto 398.
En China, él y su familia emprenderían el largo trayecto hacia el sur y la libertad. En la mochila llevaría los papeles y archivos secretos de los experimentos para intentar crear una bomba étnica “sólo para blancos”.
Pero esta publicación de estos trabajos, ya en sus partes finales continuarán, por razones de espacio, en la próxima entrega.
¡Bolívar y Chávez viven, y sus luchas y la Patria que nos legaron siguen!
¡Hasta la Victoria Siempre!
¡Independencia y Patria Socialista!
¡Viviremos y Venceremos!