¿Qué fue lo esencial del fascismo? ¿Su ambición de poder ilimitado? ¿Su identificación del pueblo con el Estado? ¿El totalitarismo? ¿Su exacerbación del poder?
En un principio era el Fascio, y el Fascio se hizo carne y habitó entre nosotros.
El fascismo es el estado natural del hombre.
Desde que nace, siente el impulso malsano de acumular todo el poder posible, el famoso instinto de dominación, que, poco a poco, se hace irresistible.
Si uno posee todo el poder económico, si a éste le une, el poder político, si no contento con eso, le añade el poder doctrinal, si identifica al pueblo que gobierna con un inmenso rebaño de borregos, si considera que todo está permitido, el robo, la estafa, el abuso de poder, establecer como el más sagrado de los dogmas que el partido, y no sólo cuando gobierna, es el titular de las esencias de la Patria y que ésta es la destinataria natural de todo el esfuerzo de la ciudadanía y esto se concibe como una religión tan dogmática que considera toda desviación como el peor de los sacrilegios, entonces, no sólo hemos llegado al fascismo sino que lo hemos superado ampliamente.
Porque el fascismo supone, por tanto, la inversión de todos los valores puesto que, frente al humanismo clásico, “homo sum et nihil humanum mihi alienum puto”, soy hombre y por lo tanto considero que nada humano me es ajeno, impone la supeditación del individuo al poder totalitario de la plutocracia.
Lo que sucede es que desde Lampedusa, el fascismo, como la mafia que en realidad es, ha dulcificado sus formas para facilitar su penetración, su imposición y su discurso se ha hecho mucho más melifluo pero no más tolerante.
Ahora, los plutócratas exigen la radical desaparición de todas las garantías sociales, que los antiguos fascismos incluso asumieron, sin que se le caiga la cara de vergüenza porque la vergüenza política ha dejado de existir de tal manera que los más significativos “ideólogos” de este nuevo fascismo ya no tienen reparo siquiera en propugnar que los desheredados, los parias, los trabajadores que llegan al paro en una premeditada estrategia para abaratar el precio del trabajo, si pasan todo tipo de calamidades, “se jodan”, y esto no sólo lo gritan los miembros de ese falsario Parlamento que sólo trata de maquillar al régimen, sino los directores de los diarios que pretenden aborregar aún más a las masas.
Y el poder que detenta ya esta clase tan canallescamente fascista es tal que su actual dirigente no se corta un pelo al afirmar que la igualdad, base de la ciudadanía del Estado, no sólo no existe sino que no debe existir tachándola incluso de una aspiración envidiosa, y que, en una sociedad bien estructurada, los únicos valores dignos de estimarse son el nacimiento y el mérito.
O sea que esta gentuza que nos gobierna por turnos inatacables, sostiene que el Estado, como en la vieja Roma, debe de organizarse por castas mediante una regulación absolutamente endogámica, de tal manera que los hijos de los dirigentes políticos hereden las poltronas de sus padres al propio tiempo que sucede lo mismos con las de los jueces, abogados del Estado, notarios, registradores, etc., del mismo modo que los menesterosos, aquellos que según Cristo heredarán la Tierra, se sucederán unos a otros automáticamente mediante la más sangrante ley de bronce del trabajo.
Es un esquema sociopolítico mucho más aberrante aún que los que impusieron los viejos sátrapas fascistas Hitler, Mussolini y nuestro tan añorado Franco, puesto que éstos dulcificaron la extremada dureza de sus regímenes con medidas tan populistas como populares: las fiestas de exaltación del trabajo y de los trabajadores.
Ahora, no, ahora, como antes dijimos, a los trabajadores se los anatematiza, de tal manera que cuando llegan al paro, impulsados por esa fuerza centrífuga y premeditada que busca, sobre todo, abaratar los salarios, se les grita sin ninguna clase de disimulo que "se jodan, coño, que se jodan".