Revista Opinión

De cuando Salomé danzó para mí.

Publicado el 27 diciembre 2012 por Miguelmerino

Para Marga y Chema, sin rencor, pero con rabia.

El óvalo perfecto de su cara estaba enmarcado por una media melena negra. El pelo, liso, le caía por ambos lados de la cara formando un pequeño arco y un corto flequillo le tapaba media frente. Estaba preciosa, como siempre. Sentada enfrente comía con elegancia una ensalada de endivias con queso roquefort. En la copa, brillaba un vino color caoba oscuro, denso, un generoso Pedro Ximénez Urium, perfecto para maridar con el roquefort. Llevaba un vestido corto, negro, de seda, que formaba como dos tiras hasta la cintura y de allí caían otras cinco tiras unidas entre sí y hasta un poco por encima de la rodilla. Al estar sentada, dejaba ver más de la mitad de sus bien torneados y morenos muslos. No dejó de sonreir y de lanzar miradas prometedoras. Yo sabía que al acabar me esperaba el paraíso. De postre comió una bola de helado cubierta de chocolate negro amargo, con lo cual, no necesitó cambiar el vino.

Una vez acabada la cena, se levantó, hizo a un lado la mesa y las sillas y dejó el salón medio despejado. Con un movimiento que me pasó desapercibido, accionó algún tipo de aparato que empezó a emitir una música oriental cautivadora. Empezó a moverse lentamente al ritmo de la música. Poco a poco hacía ondular sus caderas y su vientre como si estuvieran desconectados las unas del otro. Se llevó las manos a la nuca y en un rápido gesto se arrancó una de las dos tiras que formaban la parte superior del vestido, dejando al descubierto todo el lado derecho. Mis ojos se fueron sin dudar a su pecho, de una redondez perfecta, ni muy pequeño, ni excesivamente grande. Del mismo tono dorado que sus entrevistos muslos, el pezón, marrón e inhiesto sobresalía como un centímetro de una aureola del mismo tono y apenas tres centímetros de una perfecta circunferencia. Siguió danzando como si nada, con una sensualidad animal y a la vez sutil. Repitió el gesto de llevarse las manos a la nuca y se deshizo de la otra tira superior del vestido, dejando al descubierto el otro pecho. Me ahorro el describirlo, pues era exactamente igual al derecho. Ya sé que dicen que no existe simetría entre los dos pechos de una mujer. Pues ella era la excepción que confirma la regla. Sus dos pechos eran simple y exactamente perfectos. La música lo fue inundando todo y sus movimientos cada vez más lascivos me iban llenando los ojos y la mente. Con un suave tirón, sacó una tira de la falda dejando al descubierto una parte de su redonda, prieta y hermosa nalga. Otra nueva tira arrancada y su cadera izquierda se onduló libremente, sin nada que la cubriera. Repitió la acción y la otra cadera corrió la misma suerte. Cuando arrancó una  nueva tira y sólo quedó parcialmente tapado su pubis, sus labios  me dirigieron una súplica que no pude desoír.

Ahora dice que no se había dirigido en absoluto a mí y mucho menos que me hubiera pedido la cabeza de Chema. Alega que la única palabra que pronunció fue: “Tómame”, dirigida a Chema, su acompañante en esa velada. Pero ella sabía que yo tenía el telescopio enfocado a su ventana y que de mí pared colgaba un afilado alfanje comprado en mi viaje a Túnez.

Marga me pidió la cabeza de Chema. Se lo juro señor juez.


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