Hubo un tiempo en que las tiendas no tenían nombre, pero si sus dependientes. Mi madre no me mandaba a por dos filetes a la carnicería, sino que me mandaba a que Pedro me diera dos filetes, y me añadía que me los cortara bien. Últimamente juro que lo he intentado, pero el mostrador del Carrefour ni atiende por el nombre ni le da la gana de sacar las piezas del envase de plástico para ver como están de finos. Si Pedro era el Carnicero, Marisa era la Mercería, Conchi la frutería, la Droguería, Puri….
Maruja era la papelería. Y eso, para un crío como yo, era el paraiso. Y no por los bolígrafos, cuadernos, gomas de borrar, agendas y demás cachivaches, que también. Es que Maruja cambiaba Tebeos. Y aquello significaba la puerta de todo un mundo. Un mundo que se abría cada vez que mi madre accedía a una de las 200 veces a la semana que le pedía cambiar tebeos. Yo volaba con la bolsa hacia aquel mostrador, y mis ojos se agrandaban cada vez que Maruja o Tomás, su marido me ponía aquella pila inmensa de Tebeos delante para que yo eligiera entre ellos los que durante unas cuantas horas me permitirían volver a soñar. Con el Jabato o El Capitán Trueno, con el Hombre de Hierro o el Hombre Araña, con La Masa, con Superman, con Mortadelo y Filemon, con el Príncipe Valiente. Me daba igual.
Y a veces, entre aquel montón, había uno al que tenía singular respeto, y que siempre elegía, a no ser que ya lo hubiera leído más de 10 veces- Eran los TBO. Para mi, el hecho de que los tebeos se llamaran así por aquella revista, me imponía un respeto casi reverencial. Me lo había explicado en un aparte Maruja, y a partir de aquel momento fueron como la madre de todos los elementos pertenecientes a aquel pequeño universo amontonado que yo adoraba.
Cuando llegaba de vuelta a mi cuarto, el primero en abrirse era el TBO. Y la primera viñeta en mirar era siempre el invento del profesor Franz. Y nunca, ni una sola vez, el invento defraudó mi sonrisa. Aquellos cachivaches imposibles, aquellas locuras llenas de ingenio para resolver problemas tan cotidianos como freír un huevo, me fascinaban. Me acuerdo perfectamente de haber ido a mi madre a preguntarla que porque no hacían de verdad periódicos nutritivos para niños. Yo me hubiera hartado. Con los años comprendí su ironía y saboree el conocer quienes fueron sus dibujantes, como los crearon el editor Joaquin Buigas y el dibujante catalán Nit, y la manera que tuvieron ilustradores como Sabatés de elevarlo a categoría de pequeño universo donde la imaginación volaba por encima de una cotidiana y gris España. Incluso ahora, cuando de refilón paso por una cadena de TV donde un aparato imposible hace zumos perfectos hasta con trozos de piña o fregonas mágicas arrasan con el polvo de esquinas y estanterías, mi primer pensamiento huye hacía un niño sentado en medio de un montón de tebeos esparcidos por el suelo, con una sonrisa en el rostro y pensando: “Eso es un invento del TBO”
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