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A veces me da la sensación de que los libros saben más de lo que dicen en sus páginas. Me parece que saben dónde los quieren, dónde van a estar bien cuidados y van a ser queridos, dónde van a proporcionar satisfacción y felicidad. Y me parece también que se las componen de algún modo para ir a parar a esos sitios, a esas casas. Tal vez de forma un poco enrevesada, es cierto, pero hay que tener en cuenta que son libros y quizá no disponen de muchos medios para llevar a cabo sus decisiones. Pero la cuestión es que se las apañan, y, con más revueltas o menos, acaban saliéndose con la suya.Y eso es lo que debió de pasar con una serie de libros que tengo en casa y que llegaron un buen día, hace unos pocos años, sin que nadie los hubiera llamado. Resultó que unos familiares míos tenían por vecinos a un matrimonio extranjero. Eran alemanes, pero habían vivido en Sudáfrica muchos años, habían pasado otros cuantos aquí, en la costa mediterránea, y habían decidido que era hora de volver a su país de origen. Y como una mudanza de un país a otro no es cosa de coser y cantar, la pareja intentaba aligerar en lo posible la impedimenta para el viaje, regalando, por ejemplo, un buen montón de libros.Podrían simplemente haberlos dejado en la casa y que los siguientes moradores hubiesen decidido qué hacer con ellos. O podrían haberlos donado a la biblioteca municipal. Pero yo creo que preferían dejárselos a alguien en concreto, y que les costaba desprenderse de ellos a la ligera.Por eso les preguntaron a sus vecinos, mis familiares, si ellos querrían quedarse con los libros, o si conocían a alguien que pudiese quererlos.
Y así, un buen día, apareció en mi casa un par de cajas llenas de libros. Unos estaban en alemán, otros, la mayoría, en inglés; unos eran antiguos, otros modernos; unos más interesantes que otros… Pero todos contenían la esencia del amor por la lectura y de los buenos ratos que otras personas pasaron leyendo sus páginas, y probablemente también la nostalgia de sus dueños. Y a todo ello se añadió la emoción que sentía yo al abrir las cajas, porque un cargamento de libros es siempre un mundo de maravillosas posibilidades.Y ya adelanto que no, ningún Stephen King esta vez. Entre los libros que allí venían, había, por ejemplo, dos biblias, editadas en Sudáfrica en los años 80 y con el sello de una librería de Cape Town. También había una historia de Chicago, editada en Londres en 1931, y que, ¡ay!, alguien se olvidó de devolver a la biblioteca pública de Benobi (Sudáfrica), como delata la ficha de préstamo adherida en la contraportada.Había también varios libros modernos, de bolsillo, tipo best-seller, de temática bélica y de espionaje.Y dos ediciones muy bonitas, con láminas a todo color, de cuentos de los Hermanos Grimm. Una de estas perteneció a una niña llamada Elke, que escribió su nombre en la contraportada en 1939.La otra perteneció a Mark, que dejó su huella en el 74 y además se entretuvo en colorear las ilustraciones en blanco y negro. Estos detalles, creo yo, le añaden un carácter especial a los libros, los llenan de vida, y dejan constancia de que en algún momento alguien disfrutó con ellos, que es, al fin y al cabo, lo que le da sentido a los libros.Había también un librito de poesía árabe, traducida al inglés. Es un libro de tapa dura, en rojo y dorado, que alguien regaló a alguien en 1953, y que puso una dedicatoria que no me resisto a reproducir aquí: “Despierta, pequeña mía, y llena la copa antes de que el licor de la vida se evapore”. También aparecieron por allí El jorobado de Notre Dame, El Holandés Errante, una biografía de D.H. Lawence…
En total cincuenta y dos libros formaban esta herencia insólita, cuya joya más valiosa, para mí personalmente, es una edición de los Cuentos de Navidad de Charles Dickens, que en su momento fue un regalo de Richard y Jane para Nat, “con los mejores deseos para el futuro”, en la Navidad de 1950.
Como curiosidad, diré que Nat debía de ser aficionada a la repostería, pues entre las páginas del libro guardó una receta de “crepes Suzette al estilo inglés” que recortó de algún periódico.
Sí, los libros hablan de sus dueños.Y me gustaría que los primeros dueños de estos supieran que alguien los recibió de la forma más inesperada e improbable y los tiene bien cuidados. Alguien que está muy lejos de ellos en el tiempo y en el espacio, pero que se siente cerca.
Y todo gracias a una serie de coincidencias impensables. O a la voluntad de los libros, quién sabe…
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