Desde mi ya lejana adolescencia he sentido una especial atracción por los poetas semiocultos. Por los poetas que, pese a contar con una obra de una gran calidad, jamás saldrán del cuasi-anonimato o serán conocidos de manera oblicua y vergonzante por unos cuantos iniciados. Unas veces pertenecen a la siempre atrayente secta de los "malditos", aunque he de reconocer que en este caso el nivel de ocultamiento es reducido: pensar en Leopoldo María Panero, o en Alfonso Costafreda, o en Miguel Labordeta, por no aludir al canónico (dentro del "canon del malditismo") Rimbaud, o al no menos canónico Edgar Allan Poe o al prematuramente fallecido (y más cercano en el tiempo) Javier Egea es hablar de poetas muy conocidos, estéticamente raros y de vida tan rara o heterodoxa como su propia obra. Pero otras veces, las más, forman parte de la secta de poetas poco amigos de las sectas, de los resistentes a los círculos de influencia, a las corrientes dominantes (y no dominantes), a la vida literaria y sus servidumbres en definitiva. Me refiero a los poetas cuya vida profesional se desarrolla lejos del mundo poético aunque vivan la poesía con intensidad de devotos. Poetas que publican muy de vez en cuando y cuyos libros, cuando lo hacen, aparecen en sellos casi desconocidos o en proyectos editoriales de vida escasa y precaria, a esos poetas casi sin nombre a los que, en algún momento, cuando coincido con amigos de vasta cultura poética --me ocurre con Antonio Martínez Sarrión, con Eduardo Moga, con Félix Grande, me ocurría con Diego Jesús Jiménez--, rescatamos para apasionarnos en un diálogo lleno de descubrimientos mutuos que, antes de confesarnos, creímos devociones secretas, quizá intransferibles, de cada uno. Entonces, con alegría, descubrimos complicidades imprevistas, lecturas en paralelo de muchos años atrás, devociones inesperadas.
Otros poetas, hoy semiocultos, tuvieron sus días de esplendor e inexplicablemente, quizá debido a la pasión por la desmemoria de cada nueva oleada de poetas/críticos/profesores, tendente a afirmar las nuevas corrientes enterrando a los predecesores, haya sido decisiva en ese injusto enterramiento. Ese es el caso del ferrolano, nacido en 1919, José Luis Prado Nogueira. Si bien he dedicado muchas horas a leer a algunos poetas semiocultos (Juan José Cuadros, Julio Garcés, Gabino Alejandro Carriedo, José Luis Hidalgo, Justo Alejo...), he de reconocer que en la poesía de José Luis Prado Nogueira he encontrado siempre pasadizos a emociones muy personales, muy hondas.
Para quienes lo desconozcan, diré que fue un poeta lateral de la generación del 36 hoy prácticamente olvidado, militar de profesión,y autor, sobre todo, de dos emotivos e intensos libros, Oratorio del Guadarrama, una colección de poemas, publicada en 1956, en la que reconstruye la estancia en un pueblo de la sierra durante un verano de finales de los años 40 en la que el hijo enfermo, niño aún, ha acudido para "curar su pecho", y Miserere en la tumba de R. N., una honda y rigurosa elegía a la madre de imprescindible lectura para las nuevas generaciones de poetas y lectores. Tuvo muy estrecha relación con el grupo que, encabezado por José García Nieto, publicó la revista Garcilaso, lo cual significa que ideológicamente, al menos durante un tiempo (como Ridruejo, como Rosales, como tantos otros escritores de la época), se situó en las cercanías de Falange aunque en 1971, ante la pregunta que le formuló un periodista sobre lo que significó para él la Guerra Civil respondió con una extrema lucidez: "Algo abominable que ultrajó mi juventud", dijo. Además, tal y como he dicho más arriba, era militar. Militar y marino en tiempos de Franco.
Pero la poesía, la buena poesía, incluso contra la voluntad de sus autores, es libertad pura, se escapa a los moldes ideológicos y toca la médula de la existencia, tanto en el plano estético como sentimental. Tal es el caso de la de Prado Nogueira.
¿Cómo llegué hasta sus poemas? Recuerdo, de manera borrosa, algún ejemplar de la revista, creo que editada entonces por el Instituto de Cultura Hispánica, Poesía española, que encontré entre viejos papeles en un centro de la antigua Sección Femenina de la UVA de Hortaleza, mi barrio de entonces, de 1968 ó 1969. En aquella revista él firmaba un poema de Oratorio que me llegó muy hondo. Creo recordar que se trataba del poema que abre el libro. Después, la dinámica de la propia vida y las exigencias de la lucha clandestina me llevaron a los poetas sociales, a Blas de Otero y a Gabriel Celaya, o a los poetas más sociales del 50, y el deslumbramiento provocado por el poema de aquel desconocido fue difuminado por el paso del tiempo y por la construcción de la España democrática.
Laguna de Peñalara. Sierra del Guadarrama
Muchos años después, en alguna de las veladas de conversación, humo y vino con que los poetas amigos nos conjuramos para perjudicar la salud y afinar la intuición literaria y poética, recapitulando sobre la poesía leída a lo largo de nuestra vida, Félix Grande se refirió a Oratorio del Guadarrama. De inmediato, recordé mi vieja lectura y sentí la necesidad de leer el resto de los poemas de aquel libro de tan bello título. Félix me dijo que tenía un ejemplar de la primera edición del libro, se comprometió a fotocopiarlo y desde entonces aquella fotocopia forma parte de mis lecturas reincidentes. Es una poesía directa, cordial, cómplice, casi conversacional, escrita en una segunda persona que dialoga, en cada poema, con el hijo. La Peñota, el pueblo de Los Molinos, Peñalara o La Maliciosa son realidades geográficas de la sierra del Guadarrama en las que vive, también, parte de mi infancia y de mi primera adolescencia. Quizá se deba a esa relación entre la experiencia del poeta y mi propia vida lo que mi hizo sintonizar, desde el primer momento, con aquel libro. En todo caso, no me duelen prendas en afirmar que al igual que me conmueve la mejor poesía de Blas de Otero, o de Raymond Carver o de Miguel Hernández, por ejemplo, me emocionan los poemas más íntimos y entrañados de Prado Noguerira, o de Rosales, o de Luis Felipe Vivanco. Porque la poesía es una materia viva que, una vez creada por su autor, adquiere autonomía, respira por sí misma, se hace carne en cada lector que se acerca a ella. En otra palabras, si es buena, si responde a las más profundas incertidumbres del ser humano de siempre, es, incluso contra la voluntad de su autor, revolucionaria.
Hoy, trasteando con Internet, he comprobado que la primera edición, en Ágora, de Oratorio del Guadarrama, se ha convertido en un objeto de culto, que se vende, en el mercado de libro antiguo de la Red al precio de 149 dólares. Como homenaje a ese primer recuerdo de mi lectura de Prado Nogueira, os dejo dos fragmentos del poema "La nueva vida" con que se inicia el libro:
LA NUEVA VIDA
Guille, querido hijo, hace dos años
que vinimos aquí a sanar tu pecho
con un dinero que nos dio la abuela.
Ahora estás a mi lado, contemplando
el cielo aquel que devolvió tu vida
a nuestras vidas. Ahora, en tal minuto,
dos años más crecido y más hermoso,
dos años más entero hacia la vida,
dos años más maduro hacia tu muerte,
me sonríes, cogidas nuestras manos.
Ese que miras es el sol de agosto
de blanca luz reluciente, pero el mismo
sol de un pasado agosto, más maduro
dos años, y también hacia su muerte,
que te ha sido devuelto
más intenso, más vívido, más puro,
más gemelo de ti, tu sol hermano.
(..................................)
Queda la tierra en soledad, abierta
a la inquietud de tus atentos ojos.
Queda un circo de montes con bellísimos
nombres de pila: La Peñota, Siete
Picos, Montón de Trigo, Peñalara
más allá, más allá La Maliciosa.
Mira qué grandes montes se inventaron
para tu pobre pecho. Resplandecen
en la azul cercanía. Hay un enigma
umbilical, una invisible arteria
con latido común entre su bronca
y solemne hermosura y la exquisita
pulcritud de tus hilios pulmonares,
entre su anchura silenciosa, inerte,
y tu complejo aliento, destilado.