En la película Flores de otro mundo, la directora Itziar Bollaín quiso demostrar la enorme soledad de un triste personaje que recibía el castigo del abandono por haber confundido la necesidad con el cariño. Para retratar el máximo aburrimiento, lo retrató cenando solo en Nochebuena, en la cocina, viendo con cara distraída el discurso del rey en la televisión mientras el tiempo que se hacía eterno avanzaba con una parsimonia rencorosa.
Esta Nochebuena, un millón trescientos mil españoles más que el año pasado decidieron prestar atención al televisor a las 21:00. En total, 7.821.000 personas, la mayoría en familia, escucharon el primer discurso de Felipe VI, atentos sobre todo por la novedad y también por el morbo de si daba los pasos que nunca se atrevió a dar su padre. Contra la decepción de los adultos, la única gracia de este discurso estaba en que por vez primera los reyes no eran los acostumbrados padres, sino, cosas de las sucesiones, los reyes.
Quien esperara que Felipe VI anunciara su abdicación, la convocatoria de un referéndum sobre la forma del Estado y su firme compromiso con un cambio radical en el modelo económico poniendo en su sitio a Merkel (de Alemania), debiera enfrentar de una vez el hecho doloroso de que somos un reino, con alguna frecuencia bananero (al que pueden añadir, si se trata de complejizar el marco, que las memorias de Belén Esteban arrasaron las últimas Navidades o que Floriano dice sin que se le mueva un músculo de la cara que la economía española es la envidia del mundo).
En verdad, la única novedad que se podía esperar del discurso de Nochebuena estaba en los temas que iba a tocar, en si iba a acordarse de personas incómodas en ese escenario tradicional de cuento de hadas (su hermana y su yerno, los enfermos de hepatitis C y de otras enfermedades que se están muriendo desasistidos, la gente que ha perdido su vivienda) y en quizá, sólo quizá, si iba a dar un paso más allá e iba a señalar las causas responsables de tanto desaguisado.
La primera parte sorprendió a mucha gente porque la selección de temas era, si bien no completa, correcta. La corupción hizo su entrada sin rodeos. Al decir, además, que la justicia funciona -aunque es cierto que afirmado así es un exceso- mandaba un reconocimiento implícito al coraje del juez Castro al insistir en que no deben existir “tratos de favor”. De la misma manera se reconoció que se han reventado las costuras territoriales en Cataluña. También que había mucha gente que estaba sufriendo por culpa de la situación económica y que toca hacer un esfuerzo con los más vulnerables (nosotros lo hemos llamado “rescate ciudadano”). Por último, reconoce que hay un debate abierto con la Constitución, si bien, obviamente, su apuesta es por mantener ese marco que le permite continuar en su cómodo puesto de trabajo. Y tampoco debiera quedar de lado su apelación final a la ilusión, presente en el tono general del discurso. Sabe el monarca que hay un horizonte político de cambio en España que está apelando a anhelos que estaban enterrados. Apelar a esa emoción es un intento, quizá desesperado, para intentar convertirla en apoyos propios. Aunque, como dicen en Galicia, “tarde piaste, pajarito”.
Dos grandes ausencias empantanan el discurso de Felipe VI. Insisto en que no es extraño. El Rey no escribe sus discursos sino que lo hace el Gobierno. Por la Constitución, el Rey es irresponsable y todos sus actos deben estar refrendados. Puede haber existido un pulso entre los interlocutores de Felipe VI y los del Gobierno (ambos pugnando por colocar lo que mejor sirviera a los intereses de uno y de otro), pero quien autoriza el texto es Rajoy. ¿Y alguien cree que Rajoy va a permitir que haya algo en ese saludo que le perjudique?
Es por eso, y porque la monarquía es donde se concilian todos los intereses del régimen del 78, que en el discurso no están los asuntos más ominosos. No están los tres millones de parados que no reciben cobertura, los doscientos desahucios diarios, los exiliados económicos, las mujeres víctimas de la violencia machista, la gente sin electricidad en su casa, los enfermos a los que se niegan los medicamentos, las mujeres que triplican su tarea por los recortes en cuidados, los jóvenes que no tienen futuro en su país, los que se han suicidado desesperados por su situación económica, los estudiantes ausentes en las aulas, los 800.000 niños pobres desde 2008. Tampoco están los corruptos más cercanos a su propia responsabilidad, a su círculo de amistades o a los partidos del régimen del 78: Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarín, Díaz Ferrán y Arturo Fernández, la red Gürtel y los ERE, la red Púnica o la reforma de la sede del PP. Por supuesto, tampoco está la Troika ni el Banco Central Europeo, ni los que nos hacen perder soberanía ni los que nos están desangrando por la deuda.
Y también es por eso que en la solución no aparece el único remedio contra la pérdida de democracia que sufrimos: un proceso constituyente donde el derecho a decidir afecte a todos los ámbitos de nuestra convivencia. Lejos de esto, el monarca insistió en sostenella y no enmendalla, pues la Constitución de 1978, convertida en papel mojado en sus aspectos más avanzados, es hoy el candado que sostiene nuestro roto país y los privilegios que la casta -la palabra clave de 2014- lucha por mantener.
Buen talante vinculado al tono, la juventud y el cambio respecto de Juan Carlos I, apelaciones a la ilusión, peticiones de paciencia, invitación casi desesperada a no buscar alternativas, ruegos para enmascarar los conflictos creyendo que porque no se vean dejan de existir, ofertas vacías de renovación y, como eje central, repetir la transición sobre la inmutabilidad de la Constitución de 1978. Estos son los ejes de un discurso que, como no podía ser de otra manera, no puede tener más alcance que el que puede tener. La dicción de Felipe VI es mejor que la de Juan Carlos I, pero eso no basta para articular mejor las palabras de la democracia. Se agradece la juventud y el aire renovado del discurso, el mayor espacio simbólico -aunque la misma apertura-, un sofá familiar vacío para que el pueblo piense que se puede sentar, y un mayor desenfado en las formas. Pero ahí no está el cambio que necesitamos. El primer discurso de Felipe VI tiene también algo de último porque ha decidido (empezó cuando renunció a un referéndum sobre la jefatura del Estado) continuar su apuesta por el pasado. Ya todos van a ser igual. Es la hora de la ciudadanía. Y ahí no hay espacio para ninguna tutela.