Dice el Burgomaestre: “Los protagonistas de una película tienen una cita ineludible con el final del film. Raramente llegan demasiado tarde o demasiado pronto”. Sin embargo, en ocasiones, algunos cineastas han vislumbrado la posibilidad de explicar este curioso fenómeno forzando alguna asincronía. Joseph Cotten, al final de “El tercer hombre”, sufre el plantón más glorioso de la Historia del Cine, probablemente, por intempestivo. Es el del film de Carol Reed un final fatalista, cuyo romanticismo radica en la ingenua esperanza de Cotten, sostenida por muy etéreas fibras emocionales, todas suyas. Quizá no ha sido oportuno. Quizá ha llegado a destiempo. Más claro aún es el ejemplo de “El graduado” (1967). Mike Nichols podría haber terminado su película apenas unos instantes antes y habría dado al público el final feliz que esperaba obtener por el precio de la entrada, pero, permitiéndonos seguir a los protagonistas unos pocos minutos más, el final de la película queda convertido en un comienzo incierto. No se han encendido las luces de la sala aún, y ya se empieza a apagar el brillo del triunfo ensombrecido por la duda. El pequeño Dustin ha llegado a tiempo, pero la película aún no se ha acabado y ni él ni su reconquistada pareja parecen saber ya qué será de ellos.Grandes finales del cine, que están en la mente de todos los aficionados y que valoramos como sublimes por su capacidad para emocionarnos, como los de “Las noches de Cabiria” (Fellini, 1957) o “Los 400 golpes” (Truffaut, 1959), podrían haber sido finales mucho más convencionales y placenteros de haberse interrumpido apenas unos pocos minutos antes y Antoine Doinel no hubiera congelado su mirada dando la espalda al muro infranqueable de un mar gris e inhóspito, ni Maria “Cabiria” nos hubiera mirado a los espectadores recordándonos que las películas se acaban, pero la vida sigue.
