"Cuando seas padre comerás huevos". Está mítica frase del imaginario colectivo se ha rebajado a una leyenda urbana añeja y vintage, a un eslogan fallido y desactualizado, una promesa pendiente.
Qué le vamos a hacer padres del mundo, muestra presencia ya no es la que era, nos hemos quedado sin nuestros privilegios (una lagrimita por el difunto).
Es verdad, el padre ya no es omnipresente, el sustento de la familia (bien que lo saben muchas parejas). En estas me imagino una escena berlanguiana, cena familiar en cine negro, tan negro como el hambre y la miseria que asolaba en la posguerra. Unos hijos silenciosos asoman con un plato, el más digno de la casa, que contiene el huevo, un tesoro en mitad de la hambruna. Sólo él, cabeza de familia, gozará del manjar. "Felicítenle a madre", se escucha en la silenciosa estancia. Tiempos felizmente pasados.
Ningún amago de nostalgia de esos tiempos opresivos, que además no conocimos porque no nos tocó vivirlos. La evolución de la sociedad es un péndulo de ida y vuelta y ahora nos ha tocado el otro extremo. Alguien lo duda, los hijos tienen el poder.
Os puedo hablar de mi caso. Ahí estaba, prometedor periodista, joven y con empuje, candidato seguro al Pulitzer a más no tardar. El hecho de trabajar en casa era accidental, o mejor dicho, voluntario, nadaaaa que ver con la precariedad que asola al oficio. Fue nacer mi primer hijo y caer mi estrella emergente. Literalmente me desterró con su mirada angelical y su sonrisa dulce, municiones del diablo que desarman al más pintado. Con toda la naturalidad cogió el despacho como quien lo toma por derecho divino. Mis crónicas de la realidad se estrujaban en un rincón de mi dormitorio donde buenamente cabía el escritorio.
No cometáis la temeridad de minusvalorar a un bebé. Para empezar, estos pequeñines hechizan a la gente, la magnetizan, hacen que se les caiga la baba. Someten su voluntad, a las buenas o a las malas. Que no quieres volver a casa, toma lloro, te cuesta levantarte a las 4 de la madrugada, berreo que te crío. Y además, tienen un dominio de la situación maquiavélico.
Todavía me acuerdo de la típica aburrida visita para conocer al recién nacido. El encuentro se alargaba y se alargaba y parecía que no tenía fin. Y entonces surgió superbaby, unos lloros destemplados y los visitantes escaparon en estampida. Al instante recobró la tranquilidad, misión cumplida. Después de todo, tampoco está mal que haya más consumidores de huevos de la familia, hay cosas que no puede hacer sólo el padre.