No tuve compañeras en mi colegio hasta los 10 años de edad. Cursábamos quinto de lo que se llamó Educación General Básica (EGB). Desde párvulos, que era como se denominaba al curso inicial, mis compañeros de pupitre siempre habían sido chicos. Recuerdo que el patio de aquel colegio nacional en mi pueblo estaba dividido y que había una zona delimitada para ellas y otra para nosotros. Los más talluditos y avispados se acercaban al punto que nos separaba y hablaban (algunos más que hablar, vociferaban) con las moradoras de la otra parte. Era lo máximo a lo que se podía aspirar de puertas para adentro. Aquello era como el Muro de Berlín, casi infranqueable, con profesores al uno y otro lado para evitar que nadie traspasara la delgada línea que nos separaba.
En 1972 mi clase ya fue mixta. Sin embargo, a nosotros nos colocaron juntos. Y a ellas, también. Éramos, en total, unas 20 chicas y apenas una decena de chicos. Había unas tres o cuatro que destacaban en cuanto a su nivel académico. Nosotros resultábamos más discretos, diría yo. Entre las asignaturas figuraban trabajos en los que, por ejemplo, había que tener destreza manual. En más de una ocasión recurrí a ellas para que me auxiliaran, pues nunca destaqué en esos menesteres. Los siguientes cursos de EGB supusieron que la compenetración fuera total. Y ya había quien, incluso, compartía mesa. En aquellos años, lo reconozco, empezamos a mirarlas de otra manera. Y calificaría como irrepetibles aquellas sensaciones. En 1976 llegué al instituto de Enseñanza Media, en la capital, y aunque no hacía mucho que las aulas eran mixtas, la cosa implicó abrazar lo que yo estimé como normal.
Cuento todo esto ante la polémica suscitada por aquello de la educación diferenciada en algunos centros de enseñanza. Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas, como rezaba aquella canción de los 70. He leído que hay quien argumenta que existen “ritmos diferentes de maduración y de aprendizaje de los niños y de las niñas” teniendo en cuenta distintas teorías científicas, como el dimorfismo sexual cerebral, esto es, la existencia de una diferente estructura y funcionamiento de los cerebros masculino y femenino desde, incluso, antes de nacer. No creo en ello. Y además me cuestiono si el Estado debe ser valedor de un sistema que se me antoja de todo punto discriminatorio. Una auténtica faena con la que no debiéramos privar a nuestros hijos de abrirse desde los primeros instantes a la vida de igual a igual.