Revista Opinión

De jueces y abogados

Publicado el 31 marzo 2012 por Gonzaloalfarofernández @RompiendoV
Hace algo más de un par de milenios, Cicerón nos previno: “Es peor corromper a un juez con elocuencia embustera que con dinero.” Y Aristóteles sentenció lo siguiente: “Para juzgar los negocios litigiosos y para repartir las funciones según el mérito, es preciso que los ciudadanos se conozcan y se aprecien mutuamente.” Se diría que tiempo hemos tenido para reflexionar sobre ello y comprobar que no andaban desacertados. Pero está claro que Panamá no fue arrasada en balde. Lo que alguien debería explicarnos es por qué se ha destruido todo vestigio peripatético para conformar un mundo tan patético.
   Las cosas funcionan justo del modo contrario a lo que dicta la sabiduría: los políticos se dan a conocer públicamente mediante un sofisticado ejercicio de propaganda que impide a la ciudadanía saber quiénes son los candidatos, de qué pie cojean y cómo se las gastan, omitiendo todos sus vicios y defectos e inventando sus virtudes, y los jueces juzgan a personas de las que nada saben, basándose en pruebas y testimonios falsos y en la retórica artificiosa de los abogados. Es decir, se asignan los puestos de máxima responsabilidad a desconocidos que no los merecen  y se juzga siempre una gran mentira donde la habilidad o la ineptitud de los abogados determinará la culpabilidad o inocencia del reo. A menos, claro, que las pruebas sean demasiado evidentes. Y con demasiado evidentes quiero decir que hasta un ciego pueda verlas nítidamente, pues basta con que las vea borrosas para que haya lugar al engaño. Un disparate se mire por donde se mire, donde al final resulta que la única familiaridad que existe es entre los jueces y los abogados y entre los primeros y los políticos. Ya me entienden…
   Y como una sociedad estúpida que no aprende de la Historia y sus maestros es un perro flaco al que todo son pulgas, para colmo de males la legislación por la que se rige ha sido vomitada por las sectas políticas, cuyos miembros no se cuentan ni por asomo entre los más sabios y virtuosos de los seres humanos. Si uno lo piensa bien, es para darse de cabezazos contra la pared o emigrar a la luna sin billete de vuelta.
   Yo creo, sinceramente, que la de juez es una de las profesiones más desagradables que existen. Vamos, que no es para sacar pecho, a menos que uno sea el más frío, prepotente, pagado de sí mismo y soberbio ser del mundo. Porque asumir la jurisprudencia es asumir la condición de fiel lacayo de los políticos, que son en última instancia los que legislan. Es decir, el cometido de los jueces es ejecutar las leyes que se saca de la chistera la subespecie humana más cínica, hipócrita, necia y corrupta que existe. Lo que los convierte, por definición, en los verdugos de la demagogia.
   Esta red de leyes que ha tejido semejante canalla es el equivalente al ejército en las dictaduras. Siempre habrá alguna ley disponible para lanzarla contra quien les estorbe demasiado y enredar y maniatar con ella al que atente contra sus intereses. Como la habrá, por supuesto, para allanar el camino y dar barra libre a sus compinches y dueños. A fin de cuentas, el político confía tanto en la habilidad de sus jueces para interpretar su ley según su conveniencia como el dictador confía en la puntería de sus soldados para someter por la fuerza a sus súbditos.
   Es normal, por tanto, que la confianza que generan los jueces ande de capa caída. El pueblo no les perdona que estando la letra de la justicia tan torcida, pocas veces se les vea enmendarla, siendo los únicos autorizados para mitigar la indigestión del desaguisado. Porque bien podrían, si quisieran, corregir parte del mal con pequeñas justicias, como en las dictaduras hay militares que perdonan la vida de algunos sentenciados dejándolos escapar. O al menos aliviándoles la tortura. Y viene aquí un punto de superchería que conviene eliminar cuanto antes. Me refiero a la de algunas personas que tanto temen como veneran la toga, creyendo que sus poseedores son seres virtuosos. Un mito absurdo. No quiero decir con esto que no los haya, sino que no es propiedad de la toga investir a quien la posee de inteligencia, honestidad y profunda ética. Eso queda para las películas. El cuento de que para ser juez es necesario ser un lumbreras no tiene ni pies ni cabeza. Basta con no ser idiota, tener buena memoria y mucha fuerza de voluntad, pues las oposiciones son duras, nadie lo niega, pero la suerte -y quizás también el enchufe- sientan en el tribunal al menos a tres cuartas partes del personal. A fin de cuentas el temario completo se lo estudian pocos -si es que algún loco lo hace- y algunos repiten suerte hasta que les salen canas o los temas estudiados. Lo que primero suceda. En cualquier caso se trata de codos, no de lógica. Y respecto a sus cualidades morales, los casos de corrupción saltan a la palestra con más frecuencia de la deseada como para otorgarles excesiva confianza, por no hablar de la politización a que están sometidos y la poca parcialidad de la mayoría. Con eso de que la ley es interpretable, para mí que encontrar un juez absolutamente imparcial que antes de subir al estrado deje en el perchero los prejuicios, aficiones, simpatías, intereses e ideologías es casi tan difícil como pescar calamares gigantes.
   En fin, que no las tengo todas conmigo de que tal y como andan las cosas sea la profesión más digna, pues aplicar a sabiendas y a rajatabla leyes injustas que atentan contra el sentido común, la ética y la inteligencia, no es acción demasiado honorable. Digo yo que bien podrían rebelarse si de verdad los alentara un espíritu de justicia. Pero ni esta boca es mía se les oye. Si se quejan es por exceso de trabajo y falta de medios. Y razón no les falta, la verdad sea dicha, que trabajar más de la cuenta sin los medios adecuados y cobrando menos de lo soñado no es plato de gusto para nadie, pero que sólo esto les preocupe y no los crispe el verse obligados a impartir injusticia es lo que a mí, en cambio, me preocupa y mucho. Es como si a un cirujano lo obligaran a mutilar a sus pacientes y no protestara, pasándose por el forro el juramento de Hipócrates. No, no les tiembla el pulso cuando fallan en contra de alguien sabiendo en sus fueros internos la injusticia del fallo, ni les remuerde la conciencia cuando dejan en la calle a quienes saben a ciencia cierta que deberían pudrirse en la cárcel por el bien de la humanidad. Está claro que para ser juez hay que tener buenas tragaderas. Las mismas que un verdugo en tiempos dictatoriales, cuando siega cabezas como espigas, sin importarle la valía y culpabilidad del ejecutado. Un golpe seco y amén, que allá se las crujan en el otro mundo. Como quieren sus amos, como manda la Ley.
   Así las cosas, he llegado a la conclusión de que existen, mayoritariamente, tres subespecies de jueces:
1.   Los sumisos sin sangre en las venas, que aun teniendo sentido de la justicia y la ética obedecen a ciegas y sin rechistar lo que está mandado.
2.   Los que están tan cegados por la toga -pocas vestimentas engordan tanto la vanidad y la prepotencia- que su soberbia y arrogancia han terminado por ahogar completamente su dignidad y honor personales.
3.   Los perversos que disfrutan aplicando injusticia a diestro y siniestro. Máxime si tienen premio o recompensa...
   Pensarán ustedes ahora, con lo que llevo dicho, que no hay peor profesión que la de juez. Pero se equivocan. Las hay mucho peores. Y entre ellas se lleva la palma su prima hermana, la abogacía.
   Miren ustedes, en un mundo civilizado un abogado sólo debería defender a un acusado cuando estuviera convencido de su inocencia o tuviera al menos dudas razonables. E igualmente un abogado no debería crucificar a un acusado si no estuviera convencido de su culpabilidad o al menos no las tuviera todas consigo de que es trigo limpio. Pero jamás, bajo ningún concepto, un abogado debería defender al que sabe culpable a ciencia cierta ni arremeter contra el que sabe inocente, porque es tan inmoral y despreciable defender a un acusado al que se sabe culpable –y cuanto más grave sea el delito cometido mayor es la inmoralidad- como ajusticiar a otro sabiéndolo inocente. Ambas actuaciones me parecen repugnantes y que de todo punto atentan contra los pilares de la civilización.
   Es, sencillamente, una barbaridad que impide construir un mundo que merezca la pena. No hay por dónde cogerlo. Un tribunal de justicia debería ser el lugar donde tanto jueces como abogados no tuvieran otro empeño que resolver los litigios esclareciendo la verdad y nada más que la verdad, todos a una luchando por el mismo objetivo, y no esas canchas de pelea donde unos especuladores se dedican a escupir retórica tergiversadora cargados de secretos que no revelan para no perjudicar su causa y apertrechados de falsedades para defenderla y tumbar al adversario, sin ningún deseo de dar a conocer la verdad, libertando a culpables y sentenciando a inocentes a sabiendas y adrede. Es un ejercicio indigno, inmoral y perverso. Es una broma del peor gusto llamar a este cínico juego Justicia.
   Para lo único bueno que ha servido este vil sistema -verdadero crimen de lesa humanidad- es para inspirar un puñado de buenas películas. Pero el cine es el cine y la cruda realidad otra cosa, donde a los ruiseñores se les cortan las alas por apenas cantar y los malvados quedan libres para sodomizar a sus congéneres, sin que los stewards, fondas, pecks y compañía puedan impedirlo.       Que sean felices…

Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revista