El viejo, noble y olvidado oficio epistolar.
Cuántas cartas habré escrito en mi vida durante mis años de juventud. Era lo típico, lo acostumbrado, lo usual: escribir cartas. Y no al modo tradicional de simple cuartilla que no llegaba a las dos caras con las típicas fórmulas de cortesía y conveniencia del estilo de “Espero que por la presente te encuentres bien de salud. Yo, bien gracias a Dios.” Y cosas así. No, lo mío y lo de mis conocidos -los de mi generación- era distinto, era más trabajado, era un género más bien personalizado y a veces con pretensiones cuasi literarias: un par de folios bien aprovechados por las dos caras, de redacción esmerada y cuidada ortografía, con pormenores y opiniones sobre esto y lo otro. Aquello era escribir con ganas, sobre todo cuando la destinataria era una moza de buen ver. Y uno dedicaba una buena parte de su tiempo a este menester. No era un cumplido. Era un acto de comunicación. Y era vocacional. Carta ordinaria, franqueada, con dirección y remitente. Como debe ser. Y bien lleno el sobre para aprovechar a tope el valor del sello.(Un inciso: ¿La palabra "franqueo" tendrá algo que ver con los sellos de Franco? El mejor momento venía cuando pegabas el sello y le dabas un par de golpecitos con el puño al dictador para que pegara bien en el sobre. Nunca se quejó.)
Eran otros tiempos. Redactar era una una sana costumbre en el colegio, en casa... Luego se empezó a generalizar el uso del teléfono y las conversaciones a través del aparato fueron sustituyendo poco a poco a una buena parte de aquella correspondencia escrita. Era más inmediato, más rápido; aunque se perdía la magia del mensaje escrito. Además era menos íntimo, porque si te llamaban no te podías retirar a tu habitación, sino que debías responder a tu interlocutor donde estuviera el cacharro, generalmente el comedor y con tus padres delante. Y había que cuidar lo que se decía y cómo se decía. Porque luego había sonrisas, chuflas o comentarios. Y no estabas tú todos los días para dar explicaciones o aguantar miradas socarronas.
Pero
era lo que había y poco a poco se fue
imponiendo su uso…
El teléfono.
-Llámame cuando llegues.
-Cuando llegue te doy un toque y te
cuento.
(Otro inciso: también se decía "te doy un telefonazo." La verdad es que la expresión era un poco bestia.
- Si,sí. Ya cojo yo el pan y lo subo ahora, dentro de un rato.
El móvil tiene entre otras ventajas el poder hacer y recibir llamadas sin necesidad de estar en casa y también la de mandar mensajes: - Te envío un SMS en cuanto llegue. -Te mando un whatsapp en cuantito esté allí. Los mensajes.
En resumen: En un primer momento dejamos de escribir, cuando sustituimos la carta por el teléfono. Luego dejamos de hablar, cuando sustituimos la conversación por los mensajes del móvil. Ahora todo es más simple, rápido e inmediato. Tras un sonido extraño, como un ¡glup! algo líquido, echamos un vistazo al aparato para ver qué nos mandan: -Ola, ké ase. Eso es tener nivel. De tres caras de folio hemos pasado a tres palabras y mal escritas.
De ahí a la literatura… solo un paso.