La política ordinaria, la común, actúa de forma más o menos eficaz sobre nuestro entorno, pero también produce externalidades negativas, afirma en El Pais [Los límites de la hipocresía, 27/10/2024] el politólogo Fernando Vallespín. El mejor ejemplo de estos residuos que genera puede que sea la corrupción, o algunas otras conductas indeseables de sus actores. La democracia, para bien y para mal, no puede evitar tener que contar con el factor humano, que no depende solo de que vivamos bajo el neoliberalismo o de que nuestra sociedad sea patriarcal. Pero hemos llegado a un grado de civilización en el que al menos tenemos claro cuándo se quiebra la moral pública. Lo preocupante es que seguimos sin definir cuáles sean los límites de la hipocresía. Sin ella la vida social sería casi imposible, desde luego, pero produce cierto hartazgo contemplar ese desmedido afán por reivindicar la virtud propia y rebajar la del contrario. O, por decirlo en negativo, por agrandar los vicios del adversario y amortiguar los propios. No hay más que comparar la información que sobre los escándalos nos proporciona cada medio según su sesgo ideológico particular.
El caso Errejón nos ha introducido en terra incognita, porque refleja un tipo de conductas distinto de las que solían alimentar nuestros clásicos escándalos de corrupción, porque afecta a alguien cuyo grupo hizo de la virtud, en particular en lo relativo a la protección de autonomía de la voluntad de la mujer, uno de los ejes centrales de su actividad política. Y cuanto más rígida sea la reivindicación moral proclamada, tanto mayor será también la condena pública por su quiebra. Entiendo bien el desconcierto en el que se halla este sector político, ya que no posee los resortes y la experiencia de los dos grandes partidos en este tipo de cuestiones, siempre prestos a tirar balones fuera y a aplicar la máxima descrita en el párrafo anterior. Lo que más me preocupa del asunto, sin embargo, es lo que tiene de amplificador de la hipocresía como uno de los rasgos distintivos de lo político. Es el peligro de pasar del “y tú más” al “todos son iguales”. Lo digo porque me consta que no es así, que a pesar del visceral sectarismo imperante, hay un buen número de políticos no solo honestos, sino firmes en sus convicciones. No podemos caer en la acusación de cinismo generalizado.
Hay un personaje de Julian Barnes en su libro Hablando del asunto, que en un determinado momento afirma —lo reproduzco de memoria— que “el amor no es más que un sistema para que alguien te llame cariño después del acto sexual”. Trasladado a la democracia vendría a ser algo así: ese sistema por el que te engatusan con proclamas ideológicas e ideales, aunque en realidad solo van tras tu voto, por mucho que después te sigan encandilando con las mismas peroratas. Cinismo puro. Es obvio que esta no es la regla, pero también es cierto, como sostenía Montesquieu, que es “un gobierno para los hombres tal como son, no como podrían ser”, para seres cargados de contradicciones, con imperfecciones y bondades, con disposiciones contradictorias. Sigue siendo el menos malo de los posibles, precisamente porque no ignora la sustancia de la que estamos hechos. Y porque quien la hace la paga. Por eso se aferra a sus instituciones, para compensar nuestros desvaríos.
Esta última ola de escándalos tiene también otra derivada: nos distrae. La atracción fatal que suscitan nos impide dirigir nuestra atención a la dimensión más noble de la política, su capacidad para resolver problemas colectivos. Hace nada estábamos concentrados, por fin, en el de la vivienda, ¿se acuerdan? O en la inmigración. Pues bien, ya no hay quien lo reconduzca. El morbo sepulta todo lo demás. Somos humanos, demasiado humanos. Fernando Vallespín es politólogo.