El Plan de Acción por la Democracia presentado por el Gobierno bien puede entenderse como un inventario de deberes pendientes, con mínimas novedades, poca concreción, escasa ambición y nula participación, escribe en El País [Las tareas pendientes de la democracia española, 24/09/2024] la socióloga española Cristina Monge.
Es cierto que este plan partía con una dificultad notable, la de estar a la altura del anuncio que de él hizo el presidente del Gobierno: “un antes y un después de la legislatura”, dijo cuando puso fin en mayo a una crisis aún no explicada. Cuando las expectativas son tan altas es muy fácil decepcionar. Con el fin de huir de valoraciones apresuradas, conviene analizar en detalle.
El Plan de Acción por la Democracia bebe de su homólogo en Europa aprobado en 2020 y desarrollado en 2023. Sus 31 medidas se articulan en tres ejes: ampliar y mejorar la calidad de la información gubernamental; fortalecer la transparencia, pluralidad y responsabilidad de nuestro ecosistema informativo, y reforzar la transparencia del poder legislativo y del sistema electoral. La atención se fija en dos de los tres poderes del Estado —el legislativo y el ejecutivo—, obviando al judicial, e incorpora al denominado “cuarto poder”, los medios de comunicación.
Una lectura atenta de las medidas permite comprobar que forman parte del repertorio habitual que distintos gobiernos, expertos y profesionales recomiendan para hacer frente a los desafíos que las democracias tienen hoy ante sí. No parece, a priori, y a la espera de su concreción, que ninguna de estas cuestiones puedan suponer un retroceso ni una merma de la calidad de la democracia, como se apunta desde las filas conservadoras.
Dicho lo cual, conviene hacerse algunas preguntas. ¿Son estas 31 medidas lo que España necesita para abordar los desafíos de desconfianza institucional y desafección que minan la democracia? ¿Aporta este plan algo nuevo que haga pensar que estamos ante una apuesta estratégica? Cuesta creerlo. De las 31 medidas que el plan contiene, prácticamente la mitad son compromisos ya adquiridos previamente —como las referentes a Gobierno Abierto— o derivan de obligaciones europeas, en concreto del Reglamento Europeo sobre la Libertad de Medios de Comunicación. Algunas incluso están fuera de plazo, como la aprobación del Real Decreto por el que se desarrolla una estrategia para combatir la corrupción contemplada en la Ley 2/2023, que el Gobierno tenía que haber presentado durante este mes de septiembre. En otros casos, se trata de obligaciones legales que llevan tiempo esperando a ser ejecutadas, como la creación de la Autoridad Independiente de Protección del Informante, que deriva de la misma ley.
Entre aquellos compromisos que pueden considerarse nuevos, hay algunos de notable importancia, como la creación de dos nuevas unidades contra la corrupción en la Fiscalía General del Estado, la obligación para todas las administraciones públicas de rendir cuentas cada seis meses, la celebración de debates electorales o la publicación de los microdatos de las encuestas. Otras cuesta calificarlas de innovadoras, cuando se trata de reivindicaciones históricas como la reforma de la ley de secretos del Estado, de compromisos electorales como lo que afecta a la ley mordaza, de prácticas que se han ido perdiendo como la celebración de un Debate anual sobre el estado de la nación en sede parlamentaria, o el enésimo intento de regular los grupos de interés, tras el último anteproyecto de 2022 que no llegó a ver la luz.
Visto en perspectiva, este Plan de Acción por la Democracia es más bien un inventario, un plan de deberes pendientes. Habrá quien vea en esto un avance y no le faltará razón. Sin embargo, dada la preocupación por el deterioro de la democracia que existe en Occidente, teniendo en cuenta el espacio que ha ocupado en el debate público, y considerando la solemnidad con que fue anunciado, cabía esperar mucho más.
Este plan adolece, al menos, de tres carencias, y no son menores. En primer lugar, el plan adolece de falta de concreción, lo que permite ver fantasmas a quien quiere verlos y decepciona a quien, esperanzado, esperaba encontrar una propuesta de valor. Por otro lado, carece de toda ambición. No encontrarán en sus páginas ni una visión proactiva ni propuestas innovadoras. Se trata más bien de medidas defensivas que buscan ir tapando vías de agua, cuando la crisis, a tenor de todos los indicadores, es mucho más profunda. Finalmente, y quizá aquí se encuentre una de las causas de lo anterior, el plan nace sin ninguna participación, aspecto en el que, por cierto, tampoco incorpora nada. Que un plan por la calidad de la democracia nazca sin las aportaciones de las personas que, desde su ámbito profesional, académico o de organizaciones de la sociedad civil, llevan años pensando y trabajando en estos asuntos, indica, cuando menos, una escasa ambición y poca habilidad para la generación de alianzas, claves a la hora de afrontar desafíos como este.
Algunas de las medidas anunciadas están en el tejado del Gobierno, y deberá rendir cuentas de ellas, como ya venían haciendo en el programa Cumpliendo. Otras necesitan de un trámite parlamentario que se antoja tortuoso, si bien puede ser un momento para su enriquecimiento y mejora. Si tanto el Ejecutivo como los grupos parlamentarios ven en este plan alguna posibilidad de afrontar los desafíos que las democracias tienen ante sí, deberían paliar estas carencias. Cristina Monge es socióloga.