Qué lástima no haber sabido antes que en Núremberg hay una escuela (Streitschule Nürnberg) donde enseñan a discutir, comenta el escritor Fernando Aramburu [Cursos avanzados de discusión. El País, 03/09/2024]. Precisemos: a discutir de manera constructiva. Desde que milito en la soledad, el asunto me tira poco (ya ni siquiera polemizo con las paredes); pero confieso que hace unos años me habría complacido matricularme en los cursos de la susodicha escuela. Sea como fuere, me apresuro a darle publicidad en vista de cómo andan a la greña gentes políticas que dicen trabajar (sic) en la mejora de nuestras vidas. Uno viene instruido de casa gracias al ejemplo paterno, el de un hombre que conocía las ventajas de no estar atado al prurito de pronunciar la última palabra en cualquier debate. Sin personarme en Núremberg, he estado leyendo indicaciones y consejos de indudable utilidad que allí se ofrecen. Discutir con respeto, ya sea en el marco de las relaciones personales, ya delante de un semáforo o en la tribuna parlamentaria, es un arte que no todo el mundo domina. Lo habitual al desatarse la disputa es que el respirante de turno saque lo más feo de sí, se sulfure, ruja o dé rienda suelta, sacudido por huracanes internos, al insulto, la vejación o, en fin, a algún tipo de violencia que bien puede conducir por el atajo a la ruptura, si no a algo mucho peor. No menos letales para la convivencia (cito a John Gottman, psicólogo terapeuta) son el sarcasmo, la burla o el desdén. En cambio, un conflicto llevado con provecho para los implicados puede afianzar sus lazos emocionales. Debe prevalecer, eso sí, el juego limpio. A este respecto, la escuela de Núremberg sugiere que se adiestre a los menores en todo lo que de positivo pueden tener las discusiones. Yo soy partidario de discutir de vez en cuando con las personas que de verdad me importan, no para imponerles mi punto de vista ni para estropearles la tarde; aunque a veces apetece un poquillo. Me mueve el gusto que da después hacer las paces. Fernando Aramburu es escritor.