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Hoy en día, y más allá de la propagación de fake news, la multiplicación de supuestos especialistas en todo tipo de conocimientos y disciplinas genera una serie de nuevas creencias que son aceptadas como dogmas y generan no poca confusión en una sociedad hiperinformada (o desinformada hasta el límite), comenta en la revista Ethic [La guerra eterna contra el dogma, 11/10/2024] el escritor Pablo Cerezal.
La palabra «dogma» nace del griego antiguo, y originalmente significaba «opinión o creencia». Pero la primera acepción del término en el Diccionario de la lengua española la define como «proposición tenida por cierta y como principio innegable». ¿Cómo ha evolucionado el término desde la opinión a la certeza?
El dogmatismo surgió en la antigua Grecia, entre los siglos VI y VII a.C., y podemos considerarlo como la corriente de pensamiento filosófico más antigua. Se reconoce a Tales de Mileto como el padre de un modo de pensar que pretendía la aceptación del mundo tal y como lo vemos y experimentamos, evitando realizar grandes cuestionamientos al respecto.
Sin embargo, fue el filósofo romano Sexto Empírico quien, allá por el siglo II d.C., comenzó a utilizar el término «dogmático» para referirse a aquellos académicos y filósofos que aseguraban estar en posesión de la verdad. Así, los distinguía de los escépticos, que ponían en duda la existencia de una verdad única e irrefutable.
Podemos, por tanto, aseverar que el dogmatismo nació como corriente filosófica y de pensamiento. Pero no permanecería por mucho tiempo limitado a la metafísica, sino que pasaría también a insertarse en los sistemas legislativos, las corrientes científicas y, también, en las doctrinas religiosas. Fue a partir de 1545, tras el Concilio de Trento, cuando las autoridades religiosas del cristianismo decidieron denominar «dogma» a toda aquella verdad que ellas mismas certificaban como obtenidas por revelación divina. Había nacido uno de los más potentes medios para implantar el pensamiento único.
Pero el dogmatismo ha sufrido variaciones a lo largo de los siglos, porque el dogma es un ente vivo que se adapta a los diferentes ámbitos espacio–temporales, dando pie a las más diversas teorías. Incluso en cuestiones religiosas, las verdades reveladas que edifican cada doctrina han sufrido variaciones con el paso de los años, y son diferentes en función de la profesión de fe a la que atañen. También en el Derecho que, a pesar de asegurar un sistema de valores y leyes fundamentales básicas, va modificando estas en función de cómo evoluciona la sociedad en que rige.
El filósofo Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770–1831) fue uno de los mayores opositores que ha encontrado el dogmatismo. Su obra capital, Fenomenología del espíritu, supuso una convulsión en el campo de las ideas. En ella, Hegel recogía el testigo del presocrático Heráclito para confirmar que la comprensión que tenemos los humanos de la realidad es limitada debido al paso del tiempo, que la mantiene en evolución permanente. Llegados a este punto, Hegel propugnaba como imprescindible para el conocimiento el uso de la dialéctica. La necesidad de la dialéctica para alcanzar la comprensión del mundo circundante se convierte en leitmotiv de la filosofía hegeliana, y lleva al propio pensador a clamar: «¡Guerra eterna al dogma!».
El filósofo advertía de cómo el dogmatismo ignora la variación constante de la vida para repetir, una y otra vez, la misma idea cristalizada. En la actualidad, podemos comprobar cómo el dogmatismo escapa de los vericuetos puramente filosóficos para inmiscuirse en el día a día de la ciudadanía. Como decíamos al inicio, no son filósofos los supuestos especialistas en todo de las tertulias televisivas o las tribunas periodísticas, ni los políticos empeñados en llenar las urnas de votos a su favor, por poner solo un par de ejemplos. Su empeño conlleva el aniquilamiento del pensamiento crítico y la cristalización, en la mente ciudadana, de doctrinas que no admiten réplica. Cuando la realidad cambiante amenaza al dogma, este se repliega y adopta formas de subsistencia que, hoy por hoy, apelan a los sentimientos más viscerales de quienes lo abrazan. Se trata del caldo de cultivo perfecto para el dominio de las masas en beneficio propio.
Hegel ya advertía de estos peligros, de lo que supone para las personas remitirse a un estado de sufrimiento pasivo basado en un esquema preestablecido por otros. Un estudio publicado en 2017 por tres científicos iraníes asegura que las personas que abrazan el dogmatismo modelan un sistema cognitivo inflexible que impide su adaptación al entorno, convirtiéndose este rasgo en fuente de infelicidad y aumento de ira.
Si abrimos las puertas al dogmatismo, olvidando la dialéctica que propugnaba Hegel, quedaremos expuestos a una irracionalidad que obstaculizará el logro de las metas personales que nos hayamos marcado, y quedaremos expuestos a las «verdades reveladas» que otros decidan dictarnos. Pablo Cerezal es escritor.