Revista Cultura y Ocio
A menudo me preguntan de dónde saco las ideas para escribir una novela y siempre respondo que no lo sé. Es cierto, soy absolutamente sincera al decir esto.
Un día, entre los miles de pensamientos que revolotean incansables por mi mente, que van y vienen, que se pierden para siempre entre el barullo de ideas (no necesariamente literarias), surge una chispa, una idea que me atrae, que se queda, y empiezo a darle vueltas, y va tomando forma y me doy cuenta de que tengo una historia. Al menos, la simiente, ya que yo no soy una escritora metódica ni paciente y en cuanto veo perfilarse algo me lanzo sobre el ordenador y empiezo a escribir como una posesa.
A partir de ahí la historia va surgiendo sola, los personajes se van perfilando, las situaciones se
suceden y yo soy la primera sorprendida ante el modo en el que todo va encajando hasta un desenlace final que casi nunca conozco de antemano.
Es como si en lugar de sentarme a escribir me sentara a leer, me cuento la historia al mismo tiempo que la escribo, y eso es lo más divertido. Para mí, entiendo que a otros escritores les gusta tenerlo todo atado y bien atado y seguir un guión establecido. Y estoy segura de que eso da una mayor tranquilidad, pero son maneras de ser,supongo, cuestión de carácter.
Por eso, porque funciono de esta manera, cada vez que termino una novela me entra el pánico. ¿Volveré a tener una idea que valga la pena desarrollar en una historia? Siempre tengo la sensación de que me he quedado vacía, de que lo he dado todo en esa última obra y no tengo nada más que contar.
Por suerte, siempre me equivoco. De repente, cuando menos lo espero, aparece algo, y me gusta, y le empiezo a dar vueltas, y sé que un día esa pequeña chispa será algo tangible: un libro que contendrá un montón de palabras que contarán una historia y que podré compartir con los lectores.
Es algo mágico, una sensación maravillosa.
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