Para mí, la Navidad era mi abuela. Todos los años viajábamos desde Madrid hasta su aldea y nos apiñábamos ruidosamente en torno a su cocina económica de hierro fundido, hurgando crustáceos, desmembrando cajas torácicas y amontonando patatas asadas con ramos de grelos, coliflor y repollo cubiertos de una ajada fragante de pimentón dulce, dice en El País [Manual de sincronía navideñas, 16/12/2024] la escritora Marta Peirano. Había que estar en la cocina porque la casa era tan fría que, cuando ibas al baño, el aliento se transformaba en niebla por condensación. Cuando me tocaba bajar por agua a la fuente, se me congelaban los mocos dentro de la nariz. Cualquiera de las otras casas de la familia habrían sido más cómodas. A nadie se le ocurrió nunca celebrarla en ningún otro lugar.
Los platos eran siempre los mismos. La magia de la Navidad está en la repetición. Mi abuela vigilaba el caldo y cortaba a grandes rebanadas el bollo del pan, que era grande y redondo, de miga esponjosa y alveolada. Yo metía la nariz en sus grandes agujeros para aspirar el fuerte olor ácido de su masa madre y peleaba con mi madre por las esquinas con más superficie de corteza crujiente. Mi tío asaba chorizos en la cocina vieja y mi padre, uruguayo irredento, preparaba chimichurri y clericó, mezclando frutas frescas con espumante barato. Mi madre cortaba turrones y repartía falsas almendras hechas de oblea y rellenas de mazapán, comiéndose una de cada tres. Mi tía traía la rosca trenzada del panadero, descendiente probable de la challah de Rosh Hashaná, hecha con huevo y condimentada con fruta escarchada. Su olor a huevo dulce y agua de azahar es mi magdalena de Proust. Soy incapaz de tenerla delante sin comer hasta ponerme enferma.
Cada año se contaban las mismas anécdotas. La misma historia tonta de cuando me escapaba al monte con mi bisabuelo y él se quedaba dormido, dejándome sola entre los árboles, persiguiendo hormigas con un zapato en la mano. O cuando mi tío volvió de hacer la mili en Suiza con unas grandes patillas, pantalones de campana y un paquete de cigarrillos con los que yo, a los cinco años, decidí aprender a fumar. Ese año caí víctima de una obsesión con Pedrito Fernández que me hacía cantar a gritos La de la mochila azul con la voz rota de pena. Hoy me he dado cuenta de que fue la primera y última vez que se cantaron canciones en mi casa. Hace cinco años murió mi abuela, y en mi familia se acabó la Navidad.
Ayer comí en casa de un amigo al que conozco poco pero al que ya quiero mucho. Me contó que su familia es un clan inseparable de cuarenta y cuatro personas cuyo centro es su abuela, pero que el verdadero pegamento es su costumbre de cocinar juntos y de cantar canciones después de comer. Que tiene todo el sentido porque, cuando cantamos, bailamos o rezamos con otros, inhalamos el mismo aire que ellos han respirado, intercambiando microbiota y coordinando nuestra respiración. Nuestro sistema nervioso se expande y se enmadeja con el del resto, sincronizando nuestro ritmo cardíaco. La sincronía es la clave de todos los rituales colectivos. Por eso no es lo mismo hablar por teléfono que dejarse mensajes de audio, y nunca podremos replicar los encuentros familiares, ni por realidad virtual ni por Zoom.
Mi abuela no cantaba en casa pero lo hacía en la iglesia desde pequeña, con una voz de soprano que yo reconocía entre todas las demás. Creo que ella fue la Navidad para mucha más gente. Después de cocinar, comer y cantar con sus amigos, hijas, hermanos y primos en su casa, creo que mi nuevo amigo también.