Es una imagen icónica de la ciudad de San Francisco. Un manto de niebla densa e impenetrable logra lo imposible: que el Golden Gate desaparezca. En algunas ocasiones, como en un truco de magia, logra ocultarlo casi por completo. En otras, las torres anaranjadas emergen de entre la densa bruma como si el puente flotara en un sueño, comenta en El País [Niebla en la noche, 24/12/2024] la escritora Laura Ferrero. Sin embargo, la niebla sigue siendo niebla por la noche. Es entonces cuando son especialmente necesarias las sirenas. Se trata de un sonido profundo y melancólico cuyo eco se pierde entre colinas y puentes, un quejumbroso lamento que envuelve la ciudad y a sus habitantes para avisar de la presencia de niebla. Imagino que a algunos les molestará, otros, ya acostumbrados, ni lo escucharán. Sin embargo, en 32 sounds, un poético documental sobre el sonido del cineasta Sam Green, Harold Gilliam, un escritor nonagenario de San Francisco, cuenta que espera y desea que las sirenas jamás desaparezcan. Dan sentido a las personas que duermen o que están medio dormidas. A los insomnes. Para que así sepan que hay niebla. Para que sepan —o más bien, recuerden— que hay bahía, que hay barcos en la bahía, que el océano no se ha movido de sitio. La Tierra sigue girando. Son un consuelo, dice Gilliam, el recordatorio de que existe alguien que, a esas horas, está igualmente despierto. Y quizás, hacer sonar una molesta señal de niebla no deje de ser, al fin y al cabo, una manera como cualquier otra de decir hola. De no estar solo.
Entendí perfectamente el consuelo del que hablaba Harold Gilliam. Muchos años atrás, cuando me instalé en Buenos Aires, ciudad en la que no conocía absolutamente a nadie, me hice socia de un videoclub que quedaba lejísimos de mi casa únicamente porque abría el domingo hasta medianoche. Temía que aquella fuera mi única posibilidad de interactuar con alguien ya no solo el domingo sino el fin de semana, cuando no había clases en la universidad. Es un bálsamo parecido al que aún ahora me ofrecen, en medio de la noche, los ruidos de los autobuses nocturnos. O a la infantil seguridad que siento al apagar las luces cada noche y saber que el badulaque de la esquina seguirá abierto hasta el amanecer.
Regresé a Gilliam y a sus sirenas de niebla cuando leí Mapa de soledades, un precioso ensayo de Juan Gómez Bárcena, recientemente publicado, donde el escritor cántabro despliega su innegable talento narrativo para abordar la epidemia del siglo XXI, la soledad, y las distintas maneras de estar solo. De entre las mil historias fascinantes que recoge, un dato me llamó especialmente la atención: en 2019 se anunció la próxima aparición de una pastilla para curar la sensación y el miedo a la soledad. Descubrí, además, una historia sorprendente: en Japón, los arrestos de personas mayores de 65 años se han multiplicado por cuatro en estos últimos años. Miles de ancianos cometen pequeños hurtos con cierta regularidad y lo hacen no por necesidad sino por soledad: prefieren la cárcel para evitar así el aislamiento.
Cuánto hablamos de la soledad y, sin embargo, qué solos seguimos estando. Hace unos años, con la llegada de las redes sociales, me convencí a mí misma de que el remedio contra la soledad no deseada vendría por construir más vínculos y, en este sentido, las redes nos ofrecían posibilidades ilimitadas de crearlos. Me equivoqué con la predicción: no se trata de cantidad, claro, sino de calidad. No encontré entonces manera de augurar que la tecnología, aunque nos conecta en un plano virtual, a menudo reduce las interacciones cara a cara, ni que, en muchas ocasiones, las redes sociales, en lugar de fomentar relaciones profundas, fomentan una conexión ilusoria sin apenas apoyo emocional real.
Unas semanas atrás me topé en el metro de Barcelona con la campaña publicitaria de San Juan de Dios contra la soledad no deseada. La imagen gráfica llamaba mucho la atención: simulaba la pantalla de un teléfono en la que únicamente aparecía un globo de texto de WhatsApp sin doble check ni acuse de recibo. Los distintos textos decían: “Mi madre ha muerto”. O “Ya tienen los resultados de la biopsia. ¿Me acompañas a la visita?“. O ”Lo he dejado con Álex y necesito airearme. ¿Quedamos?“. Al buscar información sobre la campaña vi el vídeo que la acompañaba. En él, pedían a niños que definieran la soledad. Algunos no sabían ni siquiera de qué se trataba o no la relacionaban con algo negativo. Uno de ellos afirmaba: “a una persona que está sola yo le diría que podría jugar con ella”. Y se detenía unos instantes para después añadir: “Y puedo quedarme en tu casa todos los días que tú quieras”.
Siempre habrá quienes se agarren, como yo, a quiméricos remedios contra la soledad. Gente que fantasea con alarmas de niebla que rompen la quietud de la noche, o badulaques abiertos en un bucle sin fin en estas ciudades nuestras tan llenas de gente sola. Sospecho que la última palabra no reside en la invención de un fármaco ni en la multiplicación de los vínculos, como tan acertadamente pronostiqué tiempo atrás. Pero un alto aquí porque tampoco pretenden estas líneas dar con soluciones —ojalá las tuviera— sino recordar a un niño, a una niña, que ofrece juego pero, sobre todo, tiempo. Qué tristeza, me digo, que crecer sea olvidar, llegar adultos y tener que escribir este artículo. Si solo pudiéramos recordarlo, ¿verdad?