Para todos los estudiantes universitarios el instante en el que conocen la última nota que les convierte en licenciados es un momento mágico que difícilmente se puede olvidar en la vida, debido a las veces que se ha anhelado y soñado con él.
Pero para los más afortunados, aquellos que consiguen una rápida inserción en el mundo laboral se abre un abismo que hay que cruzar haciendo malabarismos cual Indiana Jones, es el abismo que separa la utópica universidad de la virtual realidad.
Soy consciente de que muchos profesionales de la docencia universitaria se afanan en minimizar la distancia entre las orillas de este abismo, pero luchan contra dos imponderables que solo se dan en la virtual realidad, la responsabilidad del solo ante el peligro y la existencia del dinero y los cambios que en el flujos económicos que le rodean pueden tener las decisiones del recién licenciado.
Traduciéndolo, el recién licenciado tiene en sus primeras actuaciones en el mundo real tan poca experiencia de él, que debe medir los movimientos con prudencia para no estrellarse y producir algún desastre económico.
Y cuál es el mejor consejo que se le puede dar a este recién licenciado, pues que escuche, observe y aprenda, de todos independientemente de su posición jerárquica y de su formación.
Si la universidad nos tuvo que dar algo, más que las materias que aprendimos, debió darnos la capacidad de análisis y el sentido común para seguir aprendiendo.
Después de esta larga introducción voy a relatar mi experiencia personal, en la carrera que yo estudie prácticamente cualquier cosa tenía una explicación con una ecuación diferencial, y las herramientas habituales eran las derivadas y las integrales, las reinas de la ingeniería.
Pero el día que empecé a trabajar tuve que aparcarlas por completo, me destinaron como ayudante del jefe de obra a la rehabilitación de un palacio para una sede de un organismo oficial en Valencia.
El primer contacto no tuvo nada que ver con sentarse en los pupitres de un aula universitaria, sino mas bien con el circo , se trataba de un edificio aparentemente en ruinas desde fuera , que tenia 7 plantas, y estaban hechas de forma laberíntica debido a las decisiones del Arquitecto director de las obras, faltando algunas, por lo que dado de que no existían escaleras en la obra, ya que era lo último que se tenía que ejecutar , se subía por escaleras de mano , que en algunos casos tenían 5m , la altura de dos plantas pues faltaba la intermedia.
En ese ambiente un tanto hostil para un recién licenciado, ese primer día se me acerco un encofrador murciano y me dijo “ Yo soy Antonio, ….Antonio El Salao” y realmente los dos años siguientes durante los cuales tuve relación con el pude comprobar que el apodo que le habían puesto en el pueblo era totalmente indicado.
Cuando le dije que era madrileño, rápidamente me dijo que él había estado trabajando en Madrid y me dijo el nombre del que fue su jefe para ver si lo conocía, ya que era también ingeniero, lo que no se imaginaba El Salao es que en Madrid debía haber entonces varios miles de ingenieros trabajando en edificación.
Después del Salao , vinieron otros muchos peones, oficiales, capataces , encargados, aparejadores, ingenieros y arquitectos, a todos los escuche , desde el primero al último, y de todos trate de aprender y creo que lo conseguí.