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De la verdad sobre el estoicismo

Por Harendt
De la verdad sobre el estoicismo

De Grecia a Roma, el estoicismo mostró a sus seguidores que la virtud y el desapego material contribuían a la felicidad. En tiempos de bienestar gusta apelar al epicureísmo. En los de escasez e incertidumbre nos acordamos del estoicismo. Sobre ello escribe en La Vanguardia [Contra el falso estoicismo: lo que Séneca y Marco Aurelio pensaban realmente. 20/09/2024] el filósofo Norbert Bilbeny. Cuidarse y aprender a vivir con lo indispensable. La virtud de Séneca y Marco Aurelio se impone al placer de Epicuro. Pero muchos ignoran qué dicen sus doctrinas, mientras que un falso estoicismo difunde hoy con éxito fáciles recetas para hacer frente en solitario al implacable destino.

El estoicismo se inicia en Atenas a finales del siglo IV a. C. y concluye en Roma al término del siglo II d. C. Fundado por Zenón de Citio (335-261 a. C.), Marco Aurelio (121-180) representa su broche final. En sus diferentes sedes y períodos incluye a una treintena de filósofos que escriben, por lo general, en lengua griega y tienen en Atenas su centro de irradiación. El trasvase de sus teorías del griego al latín se deberá, fundamentalmente, a Cicerón, no perteneciente a esta escuela.

Sin duda, Séneca (4 a. C.-65 d. C.) es el estoico más citado y conocido. Senequismo y estoicismo es casi decir lo mismo. Marco Aurelio es el otro gran referente. Los dos persiguen el “ideal del sabio” frente a los embates del destino y los tres aliados que lo integran: el tiempo, la muerte y la historia. No se conocieron. Las Meditaciones de Marco Aurelio son un siglo posteriores a Séneca. Y hay notorias diferencias entre uno y otro.

Séneca, nacido en Córdoba, no es un romano ni un noble de nacimiento, aunque en la Roma de Nerón ocupa un lugar preeminente como orador, consejero político e incluso en los negocios. Su filosofía parece una forma de escape de lo mundano y las intrigas. Se sospechó de su enriquecimiento y de haber conspirado contra Nerón, condenándole este a quitarse la vida.

Marco Aurelio es romano, emperador, reconocido por su pueblo y de una coherencia entre vida y pensamiento que no se encuentra en Séneca. Si los textos de este, principalmente las Cartas a Lucilio, son brillantes y un tanto retóricos, el libro de Marco Aurelio, escrito en griego, y que es en realidad un diario personal de reflexiones, es de expresión austera y lacónica.

Séneca es un estoico cuyo ideal de la sabiduría se funda en la búsqueda de una felicidad distante con lo material y que relativiza lo adverso. “Debes entender –escribe en Sobre la felicidad– que después de haber desterrado todas aquellas cosas que nos irritan o causan temor, se consigue una tranquilidad perpetua y la libertad”.

Marco Aurelio, en cambio, es un pesimista resignado; siente desesperanza por la política y el destino humano. No cree en la gloria ni en la inmortalidad, pero se consuela con la visión distante de todo, con el cosmos como telón de fondo. Pero ambos pensadores comparten la idea de la sabiduría como el vivir autárquico y con apatía. “La inteligencia libre de pasiones es una ciudadela. Un hombre, en efecto, no tiene nada más sólido donde poder refugiarse y estar seguro para siempre”, afirma el emperador-filósofo.

Con cinco siglos de duración, el estoicismo siguió en sus inicios a Diógenes el Cínico y a Sócrates, muerto casi un siglo antes. Con una sólida base en lógica y física y una marcada vocación moral, sus competidores fueron la Academia de Platón y el epicureísmo, con los que se desarrolló en paralelo. De las tres corrientes, el estoicismo es la que influyó más en la vida pública, sobre todo de Roma, aun sin tener una teoría política. Sus ideas en lo tocante a la ética están presentes en Pablo de Tarso y los orígenes del cristianismo.

El nombre de estoicismo se debe al lugar donde, a partir de 308 a. C., Zenón expuso su doctrina: la Stoa Pecile, o “estoa pintada”: un pórtico cubierto de 48 metros de longitud, sostenido por columnas dóricas y decorado en su interior con pinturas de Polignoto. Situado al norte del ágora ateniense, fue destruido al siglo siguiente, conservándose hoy las ruinas de su escalinata. La escuela obedece, pues, a un topónimo, pero su contenido arraiga en lo más destacado de la filosofía anterior: Sócrates, Platón y Aristóteles.

Hubo tres períodos en el estoicismo. El fundacional (323-202 a. C.), tras la muerte de Alejandro Magno, con los griegos Zenón de Citio, Cleantes y Crisipo, coincidiendo con el helenismo y basado en la física y la lógica. El período helenístico-romano (202-27 a. C.), ya en plena República romana y más orientado a la vida comunitaria, incluye a Diógenes de Babilonia, Panecio –que influye en Cicerón– y Posidonio.

Por último, el período romano imperial (27 a. C.-180 d. C.), en tiempos de los emperadores Augusto, Claudio, Nerón y Adriano, comprende a pensadores como Séneca, Musonio, Epicteto y el mismo emperador Marco Aurelio, más preocupados, en un marco general pesimista –peste, invasiones, guerras–, por la intimidad del individuo y el cuidado de su “ciudadela interior” que por la naturaleza o la política.

Aunque presenta diferentes versiones, el estoicismo tiene un fondo común. Sus fundamentos se deben a Zenón de Citio, al que Diógenes Laercio, en Vidas de los filósofos, dedica claras y jugosas páginas. Una idea preside el estoicismo: el Todo. Es inabarcable, eterno y con un orden que cada una de sus partes refleja. Si para los epicúreos la naturaleza se compone de átomos, para el estoicismo la mantiene el alma universal. El ser humano es un microcosmos que debe asimilarse a ese orden cósmico al que pertenece. Aunque no pueda esperar la vida eterna, la muerte no ha de angustiarle. Pasamos por una estación del universo que hay que aprovechar, conscientes y contentos.

El Todo está ordenado por el Logos, la razón divina y providente, la cual se extiende a la naturaleza humana. El correcto ejercicio de la razón es el fundamento de la sabiduría. Entretanto, la asimilación al orden cósmico se traduce en obrar conforme a la naturaleza. Séneca advierte: “Los hados conducen al que quiere; al que no quiere lo arrastran”.

El universo es como una gran ciudad. El sabio se tiene por ciudadano del mundo, por cosmopolita, y no le importa mucho la política local. El contacto con el universo es directo, sin intermediación de ningún otro poder que la mente. La forma de vivir según el poder propio es la autarquía. “Omnia mea mecum porto” (llevo conmigo todo lo mío), citará Cicerón. Las fórmulas del buen vivir se derivan de lo expuesto.

El ser humano busca la felicidad, la vida que fluye bien. No es un fin, como pensaba Aristóteles, pero sí un objetivo. El fin es la virtud o excelencia personal. Se compara con el buen arquero: su objetivo es dar en el blanco, pero su fin es ser un buen arquero.

La virtud es el valor supremo, siendo necesaria y suficiente para la felicidad, a diferencia del placer u otros bienes. No es pensar la felicidad lo que nos descubre la virtud, sino pensar esta la que abre camino a la felicidad. La actitud es más importante que el resultado de la acción, y solo el virtuoso puede ser feliz. No obstante, ¿cómo es esto posible, si hay que seguir siempre a la naturaleza? Conformarse a ella y aceptar un destino de enfermedad o muerte piden hacerlo desde el libre arbitrio, eligiendo la virtud y vivir con resignación inteligente.

La virtud obedece a la parte rectora de la mente, la que delibera y elige. Lo desarrolla el romano Epicteto en su Enquiridion. Así, se elige vivir conforme a la naturaleza y usar la razón en busca de la suprema virtud de vivir en la honestidad y con una plena autonomía personal. No se consigue esta con la riqueza, el poder o la fama, sino con dos actividades de la mente: la apatía, o ausencia de pasiones, y la ataraxia, o tranquilidad del alma.

La liberación no es evasión, sino descarga voluntariosa e inteligente de las ataduras innecesarias. La persona sabia es impasible e imperturbable, pero a costa de distinguir entre los objetos no dependientes de nosotros e indiferentes para la felicidad (muerte, desgracia, accidentes, fortuna, suerte) y aquellos que sí caen bajo nuestro control y libre deliberación (deseos, juicio, voluntad, moral), en los que se juega la felicidad.

La sabiduría asume el dolor inevitable, pero rehúye el que es evitable, y que solo el miedo o los prejuicios nos hacen ver como necesario. Si no deseamos nada exterior, tampoco nos va a faltar nada exterior. En un tiempo de perturbación como el nuestro, el legado del estoicismo es su enfoque de la vida desde la perspectiva de una conciencia cósmica y su ayuda para el desapego y la serenidad, sobre todo, ante todas las cosas exteriores al individuo (por ejemplo, la propaganda, las falsas verdades, las ofensas, las adversidades). “Las cosas que dependen de nosotros son por naturaleza libres” (Epicteto). Nuestro reto, sin embargo, es no convertirlo en un misticismo, ni tampoco en un egoísmo individualista que se desentienda del mal ajeno, aunque este no dependa directamente de uno. Norbert Bilbeny es filósofo. Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 676 de la revista Historia y Vida. 

De la verdad sobre el estoicismo

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