Echando un vistazo a la Tierra actual, cuesta creer que este planeta haya sido un aburrimiento lacerante durante la mayor parte de su historia, comenta en El País [De una bola de nieve llamada Tierra, 21/09/2024] el científico genetista Javier Sampedro. La Tierra tiene 4.500 millones de años, y durante casi 4.000 millones de ellos aquí no había ni helechos ni gusanos, ni árboles ni insectos, ni gambas ni caracoles, ni pájaros ni ratas, ni nada que pudiera verse a simple vista. Todo eso solo empezó hace 600 millones de años. Y la razón no es que la biología hubiera incurrido en dejación de funciones, porque las primeras bacterias evolucionaron sorprendentemente pronto. ¿A qué demonios vino entonces tan desesperante lentitud para que los microbios dieran lugar a organismos realmente interesantes como nosotros? ¿Eh?
Es la geología, amigo. Uno de los ejemplos más espectaculares es la “Tierra bola de nieve” (Snowball Earth, en inglés), que aún se considera una hipótesis, aunque se va consolidando con paso firme. Se trata de dos periodos (las glaciaciones sturtiana y marinoana) en que las capas de hielo que hoy se restringen a los casquetes polares llegaban hasta el mismísimo ecuador, cubriendo por entero el planeta y convirtiéndolo en una inmensa esfera de hielo. Esas dos glaciaciones formidables duraron cerca de 100 millones de años, y juntas definen el llamado periodo Criogénico. Lo más interesante es la fecha en que acabaron: hace 635 millones de años, poco antes de que los primeros animales, las esponjas, hicieran su aparición tras las exasperantes eras del aburrimiento. A partir de ese momento, la evolución animal —el proceso que nos creó— fue un paseo triunfal. Seiscientos millones de años pueden parecer una eternidad para nuestra miope escala humana, pero apenas supone el 10% de la historia del planeta.
El final del Criogénico coincide con algunos de los acontecimientos más importantes de la historia del planeta: una intensa actividad tectónica y volcánica, el enterramiento de grandes cantidades de carbono orgánico, un incremento sustancial del oxígeno atmosférico y la rotura del supercontinente Rodinia, que hasta entonces agrupaba toda la tierra firme en una sola masa continental situada en el sur del planeta. Atribuir todos estos fragores telúricos a una casualidad resultaría una verdadera excentricidad, aunque la verdad es que nadie comprende muy bien cuál es la conexión causal entre ellos, ni entre todos ellos y el origen de la vida animal en los recién formados litorales continentales.
Es probable que el incremento de la concentración de oxígeno sea especialmente relevante, pues pudo aportar la energía necesaria para construir unos cuerpos grandes y hechos de muchas células. La forma en que esos cuerpos —nuestros cuerpos— se organizaron en arquitecturas complejas, ordenadas y reproducibles es seguramente el mayor problema abierto en la genética y la biología evolutiva, si no en la biología en su conjunto. La lógica genética profunda del desarrollo animal es extraordinariamente invariante, pues los humanos la compartimos con los gusanos, y, por lo tanto, debió nacer en aquellos tiempos, y con una notable rapidez. En cualquier caso, si la biología tardó miles de millones de años en crear a los animales y las plantas fue solo porque la geología no se lo permitió antes.
Insisto en que la “Tierra bola de nieve” sigue considerándose una hipótesis, pero los geólogos Trent Thomas y David Catling, de la Universidad de Washington en Seattle, le acaban de dar un buen espaldarazo con unos innovadores métodos de datación precisa de aquellos acontecimientos, y en particular de la forma en que acabó la glaciación marinoana, el último episodio de Snowball Earth, que dio lugar a la gran explosión de la vida multicelular. Darwin estuvo toda su vida desconcertado por la relativamente brusca aparición de la vida animal en la Tierra, aunque conjeturó correctamente que toda ella procedía de “una o unas pocas formas muy simples y primordiales”. Todo encaja cada vez mejor en el gran cuadro de las cosas. Javier Sampedro es genetista.