Entre todas las sorpresas que para muchos trajo el 2016 ha aparecido una regularidad: El fracaso predictivo de las encuestas. O al menos eso se ha dicho en torno al Brexit, al plebiscito colombiano, también en torno a las encuestas de la municipal, y finalmente también se ha repetido ello con relación a la reciente presidencial en EE.UU. Se podría plantear que dicho fracaso ha sido exagerado: Las encuestas Brexit indicaban un resultado parejo, en el caso de EE.UU las encuestas nacionales predecían que Clinton obtendría más votos que Trump, y así sucedió (estando la diferencia en el margen de error). Sin embargo, serían defensas débiles.
Porque el caso es que a partir de las encuestas se construyeron expectativas, y ello sin falsear los datos. Los agregadores de encuestas, y recordemos que el mero ejercicio de agregar en principio debiera aumentar la precisión, indicaban ciertos resultados. Hay algo entonces más complejo de fondo.
Si nos remitimos a la realidad chilena nos encontramos con una serie de asuntos en la investigación de encuestas que requieren, al menos, un examen. Por un lado, las encuestas cara-a-cara cada día más se encuentran con problemas de tasa de respuesta, y ni el mejor procedimiento de selección garantiza resultados confiables si la tasa de respuesta es baja. Por otro lado, las telefónicas se enfrentan al hecho que cada año disminuyen los hogares con teléfono fijo, y los teléfonos celulares no hay forma de controlar quienes están detrás de los números (i.e la relación entre números y personas nos es 1 a 1). En el caso de las Online, se ha expandido la idea de contar con un pool de entrevistados a partir de los cuales seleccionar (más o menos aleatoriamente), aunque no conozco mucho que la adecuación de dichos pools esté muy garantizada.
En otras palabras, el contexto social de las encuestas ha cambiado, y el mismo procedimiento que años atrás permitía conocer la realidad no lo permite en la actualidad. Un recordatorio sencillo que los métodos y las técnicas no caen del cielo ni son cosas puras, sino que dependen de la realidad que examinan. Y que cuando la realidad se modifica, entonces no queda más que cambiar las formas de acercarse a ella.
¿Cuáles? Existe la tentación de, dada la gran expansión de datos sobre la realidad social, entonces olvidarnos de este extraño asunto de preguntarle a las personas lo que opinan y lo que hacen y remitirnos a lo que realmente hacen. Dos problemas. Uno es relativamente menor -que no todos participan de aquellos instrumentos que generan datos de conducta. Pero eso es cosa de no olvidar ello, pero de esos universos acotados de los cuales pueden hablar efectivamente lo hacen con gran confiabilidad. El segundo es realmente el clave: Porque es fácil olvidar que de la conducta no se pueden derivar opiniones. La idea que la conducta es la preferencia revelada ilumina cosas, a condición de no olvidar lo que no debe olvidarse: Que no siempre aprobamos nuestra conducta, que el nivel de agrado de nuestra selección es variable; que el arrepentirse, que el protegerse de uno mismo, son situaciones reales que tienen consecuencias, y si alguien lo olvidara no estaría de más que revisara Ulises y las Sirenas de Elster.
En el período del cenit de las encuestas, muchas veces ellas parecían ser el paradigma del buen conocimiento. Ahora es claro que no lo son. Será perdonable la esperanza que, aprendiendo de nuestros errores, no caigamos de nuevo en la idea que hay cierta técnica infalible que nos asegura conocer bien el mundo. Aprender del mundo no es algo que se pueda realizar repitiendo recetas, y ella es la primera lección de metodología que un sociólogo debiera aprender.