Convendría meditar profundamente sobre el objetivo de ese sinfín de innecesarias leyes, escandalosamente arbitrarias, que tanto gravan el bolsillo del contribuyente, restringen la libertad del individuo y ofenden la inteligencia de cualquier ciudadano honrado y en su sano juicio.
Si se le pregunta a la gente cuál es el motivo de semejantes leyes que en nada contribuyen al bienestar común y a la prosperidad futura, es de común voz, tras apelar a la imbecilidad de los gobernantes, apuntar en una dirección: los intereses económicos de los que manejan el cotarro.
No andan desacertados. Y es alentador saber que el número de ingenuos que todavía creen que los políticos los representan y que en sus pensamientos y acciones persiguen el noble ideal del progreso humano, decrece de forma considerable. Pero aunque no anden desacertados y sea un buen síntoma la desconfianza generalizada, indican sólo una causa de la injusticia. Y por desgracia, por obvia e insultante que ésta sea, no es la única ni la más grave.
No, no constituyen tan deplorables intereses –presentes- la esencia de todo el engranaje legislador. Hay otra razón mucho más aterradora que subyace, oculta, en el entramado ideológico de estos siniestros manipuladores. Una razón de mucho más largo alcance y por tanto más perversa. El fin que persiguen es acabar con la resistencia natural de la ciudadanía a toda imposición perniciosa y, para ello, para debilitar la conciencia del ente colectivo –o conciencia política, como gusten llamarla- se aplican a inventar polémicas e irritantes leyes a modo de terapia de choque, suministrándolas a cuentagotas, como un veneno en pequeñas dosis que a la larga resulta letal. No persiguen otra cosa sino lograr que la ciudadanía interiorice la separación efectiva y definitiva entre el Estado y el Pueblo, que conscientemente nunca toleraría. Es decir, que acate que el Estado se ha transmutado en el arcángel ortodoxo y severo que actúa bajo las órdenes del Mercado, cuyas leyes son más divinas para los políticos que las de Moisés para los creyentes. Una astuta forma de profanar la soberanía, que deja así de ser nacional y humana, para ser supranacional y abstracta. O lo que es lo mismo, el anhelado ecumenismo espiritual perseguido desde Constantino transformado en universalidad económica.
Y ya saben, a Dios no se le discute.
Se preguntarán ustedes cómo han podido implantar tan cruel filosofía, donde el ser humano es desplazado por el ser económico, sin que el pueblo se subleve ante tan aberrante proyecto. La respuesta es bien sencilla: minando los principios y valores que dignifican al ser humano. Es decir, deshumanizándolo. Es lógico, para imponer un sistema inhumano hay que deshumanizar al personal. Hasta un crío de teta lo entiende. Logrado con mucha paciencia y arte, todo sea reconocido, y con la connivencia pasiva de un pueblo ingenuo que desconocía la repercusión práctica del pan para hoy y hambre para mañana y que acabó creyendo que el robar era de listos y no de malnacidos.
Pero no es suficiente con minar sus valores éticos, se precisaba también despolitizarlo. El hombre político, tal como entendemos al paradigmático griego que hacía del ágora su segunda casa y no concebía un ciudadano ajeno al Estado ni un Estado ajeno al ciudadano, es justo el reverso del hombre actual, alienado del Estado y sometido a un poder ajeno a sus necesidades. El ciudadano griego, ejemplar espécimen humano, no permitía, ni por asomo, que el Estado lo atropellase con ninguna ley que atentara contra sus más básicos derechos, por inocente que le presentaran la cáscara. Era una cuestión de principios. Y de previsión. Y es que ningún sistema que atenta contra la justicia, la equidad y los más básicos derechos y libertades humanas puede imponerse en una sociedad sana, bien constituida por ciudadanos críticos y honorables. Imagínense lo que hubieran hecho aquéllos griegos si el iluminado de turno les hubiera planteado una legislación que no se rigiera por la búsqueda de la virtud y el bienestar comunes sino por unas reglas económicas totalmente arbitrarias destinadas a favorecer a una minoría en claro perjuicio de la mayoría. Y para más inri una minoría que en su mayor parte ni siquiera serían conciudadanos, sino gerifaltes extranjeros. Lo que significa ceder la soberanía no ya a una clase política opaca y corrupta ajena a la voluntad del pueblo -¡que ya es suficiente mal!-, sino a una despiadada oligarquía internacional.
Se lo digo yo lo que hubieran hecho: lo hubieran corrido a palos y desterrado de por vida por desearle semejante mal a sus conciudadanos.
Miren ustedes, para que el pueblo ceda la soberanía, acepte leyes que le son perniciosas y sancione con su pasividad un sistema que convierte sus atributos humanos en indicadores bursátiles, es necesario que se le haya aplicado el bisturí mediático-lobotomizador para matarle todas las terminaciones éticonerviosas y dejarlo así más manso que a un cordero degollado. Y sólo entonces, practicada con éxito tal cirugía, todo son mangas verdes, esto es una democracia y las bombas que calcinaron Hiroshima y Nagasaki hermosas mensajeras de la paz.
Hemos caminado hacia atrás, señores, como los cangrejos. No somos ya enanos subidos a hombros de gigantes sino pulgas a lomos de topos; ya no son nuestros referentes los hombres libres sino la escoria que infesta los centros neurálgicos del poder. Los gobiernos nacionales, independientemente de los símbolos con que adornan sus banderas por pura nostalgia o cinismo, actúan como pájaros carpinteros: poco a poco pican y pudren los hábitos y costumbres saludables de la sociedad para inculcarle el veneno capitalista. Una vez debilitado el cuerpo moral de la ciudadanía e inculcado el veneno del vicio prueban las fuerzas de la sociedad implantando leyes aparentemente inofensivas para ver el grado de resistencia que todavía queda. Si encuentran cierta reticencia duplican la dosis de idiotización degenerando un poco más el sistema educativo y degradando hasta límites bochornosos la programación televisiva, principal jeringa envenenadora. Y conforme surte efecto la medicina y van encontrando a la ciudadanía más débil y remisa, poco a poco le van endilgando leyes más penosas.
Si no me creen, tómense la molestia de revisar las innecesarias leyes que se han implantado en esta esperpéntica seudodemocracia y que no han tenido por fin ni mejorar la convivencia ni acrecentar el bienestar, que son las dos únicas razones que debería tener en mente un buen legislador. Si les aplicáramos la constitución de la legendaria Argos, que prescribía una pena para aquél por cuya causa se hubiera tenido que dictar una ley, los tendríamos a todos en la cárcel. Y si tenemos en cuenta que las han creado con mala fe, sin que la realidad las reclamase, sentenciados a cadena perpetua.
Leyes que han contado con el rechazo de la opinión pública, no lo olvidemos, pero que al final los ciudadanos se las han tragado, faltaría más, porque en este país los becerros se desgañitan en los cabildeos de bares y alcobas, pero transigen y aguantan en el día a día. La anestesia social es eficiente, nadie está contento, todos protestan pero todos apechugan con la injusticia reinante, dando carta blanca a los gobernantes para que hagan y deshagan a su antojo en sus cuatro años de gloria.
Allá por donde se mira el panorama es desolador. El estado fúnebre de la política, la politización de la justicia, las resoluciones penales que claman al cielo por su manifiesta injusticia, las prohibiciones opresivas que nos obligan a andar con pies de plomo a cada paso que damos para no cometer una infracción, los abusos y robos bancarios legalizados, la indefensión del trabajador frente a la omnipotencia empresarial, el negocio de la venta de lo público por la mafia política como si de su propiedad privada se tratase y un largo y lamentable etcétera.
Es obvio que están echándole un pulso a la ciudadanía para ver hasta dónde resiste. Para ver en realidad si sigue siendo ciudadanía o ya ni siquiera es eso, sino la masa amorfa de seres apáticos y sumisos que ellos desean.
El camino que han adoptado los gobiernos de legislar absolutamente todo, imponiendo sanciones por las cosas más absurdas y legitimando en cambio las más aberrantes, es una técnica de desmoralización con la que consiguen matar no dos sino cuatro pájaros de un tiro, doblando el acierto: adiestran a la ciudadanía en la sumisión a golpe de látigo penal, ejercen un control absoluto del individuo entrometiéndose en su ámbito más privado, recaudan fondos y revisten de moralidad, con su legalización, las infames acciones que ellos perpetran. Buscan a toda costa el desquiciamiento de la población, quieren acostumbrarla a resignarse a todo, romper la cadena de solidaridad innata en la gente de buena crianza, desorientarla, confundirle las ideas para que no sepa nunca qué es lo que debe o no debe hacer, lo que puede o no puede. Es la forma más efectiva de allanar el camino a la corrupción institucional, convertir la ética del pueblo en una veleta aplicándole una justicia aleatoria e interpretable. Es decir, según convenga a los poderes establecidos. Justicia sin fundamento ético ni lógico (la ética debería ser lógica, recordémoslo). Y así el pueblo, desorientado y maniatado por el miedo a lo que le pueda caer encima, queda a merced de la gentuza. Vendido sin remedio. Tienen tan calado al personal que no temen que dé un grito de rabia tan estremecedor que se tambaleen las poltronas de los buitres y sus secuaces. Así que pisotean a conciencia la dignidad de las personas y se ríen en sus barbas.
Piénsenlo bien, ya no es el Estado del que uno se siente parte integrante, sino el Estado contra el que hay que defenderse. Basta ver las consecuencias de este miserable mundo que han creado para entender el dislate: una ciudadanía apolitizada que ha renunciado al derecho de decidir su futuro y se deja mangonear por la canalla que ha usurpado el poder, sectas políticas que funcionan como mafias y cuyo modus operandi apenas roza la epidermis democrática, oligarcas financieros bajo cuyo ordena y mando se regulan las ficticias soberanías nacionales y que asolan el planeta con brutales crisis económicas o despiadadas guerras para multiplicar sus ganancias.
En lo único que ha evolucionado el hombre en el último siglo para mejorar la calidad de vida es en la higiene. En todo lo demás ha salido perdiendo. Todo parece regulado para atormentar al ciudadano, atrapado por la tétrica tela de araña de la jurisprudencia burocrática. Es un atropello flagrante de la dignidad humana que ninguno de nuestros ancestros habría podido sufrir sin espanto. Y eso que sufrieron penalidades que pocos de hoy en día resistirían. Vamos, que las vieron de todos los colores y las pasaron bien moradas. Pero sus sufrimientos fueron físicos, quedando íntegras y reforzadas sus convenciones morales. No quiero pensar lo que sucedería si levantaran la cabeza, ellos que se batieron el cobre y rompieron las espaldas luchando por la libertad, al ver a sus descendientes desfilar de buen grado, mansamente, hacia la esclavitud.
En fin, convendrán conmigo en que una sociedad cuyos mandamientos se escriben en paneles digitales que cambian a cada segundo en la Bolsa es una sociedad sin fundamento. El milagro económico no existe, señores. Lo único milagroso es que semejante disparate siga en pie.
Que sean felices…