Revista Cultura y Ocio
He caído en la cuenta de que el verano es una ilusión óptica y otra acústica alojada a su costado metafórico. Es el calor, que me nubla la escasa razón que voy ahorrando. No tengo nada contra el calor, hay gente cercana a mi con soberbio criterio que lo adora, pero yo no he sido capaz de tenerlo entre mis aficiones climatológicas. Nunca he sentido algo parecido al placer en presencia suya. Soy de frío, soy de invierno crudo, soy de estufa y mesa camilla hasta el cuello. Casi todas las cosas buenas en las que pienso cuando se me ocurre pensar en cosas buenas suceden en invierno. Si alguna accidentalmente sucede en verano lo atribuyo a una anomalía. Hay que considerar que vivir es una anomalía dulce, pero anomalía al fin y al cabo. Como el sur en el que vivo es el campo de acción de sus travesuras, no tengo escapatoria asequible. Me manejo como puedo en esquivar la fiereza del inclemente Lorenzo, pero las paso canutas, hay días duros, no doy con la tecla, salvo que sea la del Mitsubishi o el la del patio cuando las sombras lo ocupan. Salvo por la libranza del trabajo, aclaro que los dulces no amargan, no festejo nunca la aparición del mentado verano. La acepto, sin más. Intimamos lo justo, por no martirizarme más de lo soportable. Hay días en que me apuesto frente al mar, aspiro con vehemencia el azul del aire y dejo que el bendito sol me perdone. Es el mar el que me rescata. Debí haber nacido marítimo. La tierra fascina por la firmeza del suelo, por la felicidad de los árboles, por la insistencia mágica del paisaje, pero el mar es el anhelo, el mar es una extensión de la sustancia de la que esté hecho. No paran de decir que se presenta una primavera más cálida de lo normal, lo cual es un anticipo del verano inclemente por venir. Está al caer, se le ve venir. El verano con su herrumbre de pereza dulce, con su desatino de siesta y de terrazas. Hay quien lo adora, quien es de sol dejado caer a plomo. Les recuerda la infancia, toda esa luz primorosa de la libertad cuando los juegos son la vida. El verano es ese idilio del cuerpo con el aire, no lo dudo, pero he tenido siempre una relación problemática con el mío. Cuando no era demasiado grande, era demasiado alto. Cuando me pedía que lo reposara, yo lo azuzaba al cansancio. También a la reversa. Un cuerpo tiene pensamiento propio. Entiende de estaciones. Se deja engolosinar por unas más que por otras. La batalla que libramos contra él la ganamos y la perdemos a diario, pensé una vez. En ese ganar y en ese perder se nos va la vida, pero vivir es irse uno yendo, no hay que pararse más de la cuenta en la nomenclatura de la fuga. El cuerpo se obceca en contradecirnos las más de las veces, en malograr cualquier esfuerzo noble por gobernarlo. Accede a ejecutar los movimientos que le solicitamos y movemos las piernas, abrimos la boca para hablar o bailamos si tercia la música, pero hay asuntos en los que no consiente injerencia ajena, él va a caprichosamente a su aire, que tendrá que ser el nuestro. No admite un dueño, obra por libre, medra en su absurdo deseo de difuminarse, aunque de cuando en cuando brille, dé de sí el esplendor de antaño, cuando los veranos y los juegos, cuando los primores amores, cuando el sol en lo alto como un himno. Hoy tengo nostalgia del frío. Qué absurdo eso también.