Hay cubanos cuyos propósitos no acierto a comprender exactamente. A menudo están trasladando desencantos y pesimismos, sobre aquellos que se autodesarman de moral ante situaciones ciertamente desagradables y dificultades reales.
Quizás lo hacen para tratar de enfriar los entusiasmos que se advierten en la cotidianidad ciudadana.
Estas “descargas” me suenan a catarsis extremas. Muchas de estas desmotivaciones, en el decursar diario, lo que aportan son datos, valoraciones o argumentos que se puedan escuchar y leer hasta el aburrimiento en el tsunami de la propaganda anticubana, generosamente presupuestada desde se sabe dónde. No son para nada nuevas, las sufrimos e inundan el mundo hace más de cinco décadas, sin excluir su acceso también hasta algunos espacios internos.
Hay quien sólo se empeña en ver los lunares, las manchas, las oscuridades, pero al parecer no le llega nada de nuestra luz solar. Y por eso corren por ahí una sarta de interrogantes tendenciosas, generalizando problemas que indebidamente atribuyen a una Revolución, que es precisamente el único camino y esperanza para resolverlos. Y si no, ¿para dónde mirar? ¿Dónde son menores todas esas desgracias, para nosotros lamentables y lacerantes deformaciones, cuerpos extraños totalmente ajenos al espíritu y naturaleza auténtica del proceso revolucionario, que muchísimos seguimos defendiendo y llevando hacia adelante contra viento y marea?
Para mí el asunto radica en saber a ciencia cierta el verdadero significado de haber asumido como pueblo un colosal desafío, el escribir páginas de historia y gloria, protagonizar tal cual un David frente al más poderoso y vengativo Goliat de todos los tiempos.
Es verdad que en Cuba hay imperfecciones y no siempre han sido atinadas algunas decisiones internas. No me amparo en un tonto: ¿Y quién ha sido perfecto? Sencillamente por la agresividad y poder del enemigo no debimos equivocarnos pero nos equivocamos, y entonces ¿qué? Por ello ¿nos rendimos o rectificamos?, por ello ¿nos entregamos o rectificamos?
También es cierto que hubo muchos comprometidos con la Revolución quienes pensaron que el camino que se abría a partir de la sangre derramada, era un camino fácil, de rosas.
En cada época hubo y habrá quienes, ante los mismos golpes de las adversidades, se hacen más fuertes y resistentes, mientras otros se quiebran. Entre estos últimos algunos logran recomponerse y otros quedan rotos para siempre, autorrelegados al lugar destinado a los desechos, hasta un amargo y frustrante final de sus vidas. Son sencillamente perdedores.
Me duele saber que hay un corrupto o desertor en nuestras filas pero me asiste el derecho y la altísima moral de poder preguntar: ¿Cuántos dirigentes honestos tenemos en nuestro Partido por cada corrupto o desertor? ¿Cuántos cubanos nos mantenemos más que nunca afincados a la tierra que amamos entrañablemente, con el mismo amor que nos llegó de Martí, por cada uno que deserta?
Mi fe es la que mantenemos los más, los que en lugar de rompernos nos hemos fortalecido con los golpes más duros. Nuestra fe nunca estuvo en que se nos convocaba a caminar por llanuras suaves y despejados caminos, lejos del precipicio al que siempre ha tratado de empujarnos el imperialismo. Siempre se nos habló y se nos habla claro, y sabemos a qué atenernos.
Todo hombre honesto debe reconocer que sí, que pese a todos los pesares y pagando los más altos precios del sacrificio, es muchísimo más digno integrar un pueblo que, incluso ante la inmolación, concluye junto a Silvio:
¡Yo me muero como he vivido!
Tomado de el Blog Café mezclado
Imagen: Ejecución, por Blanquito Jr.