Revista Viajes
Mi viaje a Marruecos no fue planeado en absoluto. Como ninguno de mis otros viajes hasta el momento. Así que, entre otras cosas, no tenía idea que iba a estar en el país para Eid al-Adha o La fiesta del Cordero.
Los marroquíes la describieron como la Navidad musulmana, por ser su festividad más importante. Traducido a fines prácticos, esto quería decir que por dos días enteros (o más) no iba a haber ningún transporte disponible, o restaurant abierto, o vida en las calles.
Recién llegadas del desierto Merzouga, tras otro día de vértigo en una camioneta por las montañas Atlas y el excepcional calor para la época, el conductor nos acercó amablemente hasta la estación de tren en la parte nueva de la ciudad, fuera de la medina.
Esa noche teníamos que irnos o quedarnos hasta que los servicios se reanudaran.
Marrakech me encantó el primer día y me empezó a molestar al segundo. La idea de perderme en las arterias laberínticas tratando de encontrar un hostel, de regatear por horas y en el camino decirle que no a 58 personas que me iban a querer vender cosas o acompañarme a dónde fuera, en ese momento me ponía de mal humor.
El plan original era ir a Fes, pero siendo que ansiábamos huir del caos de vendedores, comerciantes, motos, burros, monos ladrones y encantadores de serpientes, decidimos cambiar a Chefchaouen, este maravilloso pueblito azul en las montañas Rif:
Sin tener idea de distancias, fuimos a la estación de buses que suelen ser más baratos que los trenes. No exagero si digo que pasamos una hora en el mismo lugar, creyendo que en algún momento llegaríamos a una ventanilla de compra. La masa de gente delante nuestro no tenía ninguna lógica, los marroquíes se multiplicaban y los vendedores seguían igual de lejos que siempre.
Volvimos a la estación de trenes donde el boletero resolvió nuestro destino vendiéndonos 2 pasajes en el próximo tren nocturno a Tanger e indicándonos que nos bajáramos en Ksar el-Kebir a las 5.43 am y que desde allí nos tomáramos un taxi.
Si me hubiera ocupado de buscar cómo llegar de un lugar a otro, hubiera sabido que lo común era ir hasta Tanger para tomarse un micro hasta Chaouen. Pero la ignorancia me bendijo con esta pequeña peripecia.
Todavía con arena en el pelo y en los bolsillos, corrimos al andén y nos subimos al primer vagón, poco antes de que el tren partiera.
Encontrar asiento fue una aventura de por sí, mi boleto decía clase 2, pero el tren ofrecía un mundo de variedad de asientos que para mí se agrupaban en muchas más clases.
Pasamos los primeros cuatro vagones con camas, pasamos los siguientes dos con asientos acolchonaditos y encontramos lugar en el vagón de butacas naranjas con mesas. La ilusión nos duró hasta que una señora vino con su brazo extendido como una lanza, sosteniendo su ticket y con mirada territorial. Okay, estábamos su asiento.
Seguimos nuestro camino. Las sillas cambiaban de colores, de formas y de disposición, había familias, nenes llorando (muchos nenes), hombres que fumaban, jóvenes, valijas, mochilas por doquier y animales. Lo que no vi en ningún momento fue turistas.
TODO espacio posible estaba ocupado. Mucho me temía estar enfrentándome a una sobreventa por las fiestas. Pero tras una cantidad incontable de vagones y personas que nos miraban con abierta curiosidad, hallamos en el anteúltimo compartimiento del tren más largo del mundo, los -nunca tan deseados- asientos. Cinco minutos de total disfrute se esfumaron rápido cuando me di cuenta que las ventanas estaban selladas y por supuesto, no había aire acondicionado. No solo eso, sino que este vagón como los últimos estaba poblado solamente de hombres y además la mitad no nos sacaba los ojos de encima. Los no aún enterados de nuestra existencia, eran rápidamente puestos al corriente con gritos y codazos.
Alguien leyó Ómnibus de Cortázar? Yo hasta hice un cortometraje, de tanto que me gusta. En ese momento pensé, esta es la venganza de Julio por haber hecho una terrible adaptación de su maravillosa obra.
Viajar con una amiga no me había preocupado para nada, ni es motivo de preocupación para potenciales viajeras. Pero la clase de atención que atraíamos constantemente, me había empezado a molestar MUCHO.
Nadie hizo nada más que mirarnos, pero justamente todos esos pares de ojos de macho en celo y sobre todo la forma en que se amontonaban para ver mejor, como si estuviéramos en exhibición, me hacían cosquillear la mano con ganas de repartir cachetazos.
Esta fue la segunda vez que me sentí MUY incómoda bajo la mirada cosificada que tienen de la mujer. Pero la tensión se disolvió un poco cuando dejamos de ser novedad. El único alivio para el calor era apoyar la cara contra el vidrio sucio o poner los pies en un huequito cerca del piso por donde entraba un hilo de viento. No pude dormir mucho y Clara directamente no durmió nada.
La alarma del teléfono eventualmente sonó, y con total felicidad empezamos a preparar nuestras cosas para bajarnos. A toda persona despierta que encontré, le mostré el nombre de la estación. Todos nos aseguraron que era la próxima. O eso entendí yo, reiteradas veces.
Aún noche cerrada, me fue imposible leer el nombre de la estación cuando el tren empezó a desacelerar. Se bajaron unas pocas personas que desaparecieron rápido. Y Clara y yo nos quedamos solas en… Sidi Kacem! Solas. Con la estación cerrada.
Antes de que ebulla la desesperación, se prendió una lucecita dentro de la pequeñísima terminal y momentos después salió un empleado algo alarmado hablando en francés.
Abrió la estación y nos pidió que entráramos. Con un poco de esfuerzo de parte de todos, entendimos que el próximo tren pasaba dentro de 2 horas y que Ksar el-Kebir era la siguiente parada.
Adentro, los tubos de luz zumbaban, y un gato dormía sobre uno de los asientos. Mi primera reacción fue pensar: no hay máquina de café. Eran casi las 6 de la mañana, segunda noche consecutiva que no dormía, y mi tercer día de viaje. Podría haberme sentado e intentar dormir, pero un año después, mientras escribo esto, no puedo explicarles por qué me había empecinado en comprar café.
Mis tentativas por salir se vieron frustradas por este buen hombre que insistía en que me quede dentro. Me cuesta admitirlo, pero estas situaciones despiertan mi costado infantil, y mis últimos intentos por irme en busca de café fueron solamente para llevarle la contra.
Clara se puso a tocar la guitarra y cantarle al gato.
Y el guardia de la estación se cansó y mandó al empleado de limpieza a que no nos pierda de vista. Él tenía una táctica diferente y me seguía a tres pasos de distancia. Aunque solo hablaba árabe, nos comunicamos mucho mejor. Con señas, me hizo prometerle que no me iba a ir y un minuto después volvió para ofrecernos el pedazo de pan que había estado comiendo de desayuno. El gesto me enterneció por completo y me sentí muy lela por haber interpretado su genuina preocupación por nosotras con otra demostración de machismo musulmán.
Finalmente me senté, para su tranquilidad, pero duré 5 minutos cuando vi reflejos violetas y rojos del amanecer que me estaba perdiendo. Salimos todos, el gato incluido, a ver al sol prendiendo fuego a las nubes de la mañana.
Se hizo de día despacio, la estación se empezó a poblar con gente, y ambos nos dejaron para proseguir con sus tareas.
El tren por fin llegó, y una vez dentro intenté asegurarme que la próxima estación fuera Ksar el-Kebir como debía ser. Ante la firme aseveración de los pasajeros, no dudamos en bajarnos 45 minutos más tarde cuando el tren se detenía. Pero segundos después, notamos que no podíamos corroborar que fuera nuestra estación porque estabamos literalmente en el medio de la nada.
No había estación, ni cartel, ni ninguna forma de civilización a la vista. La gente caminaba hacia el horizonte aparentemente sabiendo lo que hacían. Nosotras corrimos como dementes hasta el guardia que estaba a punto de decirle al maquinista que arrancara. Cuando vio nuestro boleto literalmente nos agarró del brazo para subirnos otra vez.
Quise gritarle ENTONCES DÓNDE M*ERDA ME TENGO QUE BAJAR pero resulta que en ese vagón había dos pasajeros a las trompadas y otro montón de gente interviniendo. Quedamos en el medio de la pelea, con la valija, la mochila, la guitarra y todo el montón de cosas que teníamos.
El guardia vino a nuestro rescate y de alguna manera a los empujones, terminamos en un rincón lejos de la acción.
Esta vez no le pregunté nada a nadie. Me pegué a la ventana y no me moví hasta que no leí Ksar el-Kebir 30 minutos más tarde.
¡Por fin! Estábamos a un taxi de distancia de un café, una ducha y una cama. En teoría.
Nos abalanzamos sobre el primer auto libre que vimos y le pedimos amablemente que nos llevara a Chefchaouen. Esto desencadenó una interesante charla en francés y mi francés improvisado/inventado. El pobre conductor insistió todo el viaje en que no nos podía llevar. Que nos llevaba a otro lugar (ni idea dónde) desde donde podíamos ir a las montañas. Mientras mirábamos por la ventana al pueblo despertando y cabras asomándose desde las puertas de las casas, le suplicamos que nos llevara, le ofrecimos más plata, pero no hubo manera.
Nos dejó junto a un grupo de marroquíes y una hilera de autos. Habló con quien estaba a cargo, y supongo que le dijo a dónde íbamos. Y ahí nos quedamos por un rato largo.
Costó descifrar el motivo de la espera y cómo se manejaban estos taxis: hasta no llenar el coche a rebalsar con personas con un destino común, nadie iba a ningún lado. Intenté charlar con quien parecía el conductor pero como no pude entender lo que me decía, opté por creer que íbamos a Chaouen.
Finalmente, estábamos listos. Éramos 7 en total en un auto para 4 personas. Cuatro pasajeros atrás, dos en el asiento de acompañante y el conductor. Quien habilidosamente puso en el baúl el equipaje de todos y una oveja también. La puerta de mi lado no cerraba bien, el auto estaba medio destartalado y por supuesto, no entrábamos todos.
Pero no fue impedimento, y emprendimos camino. Con los kilómetros de ruta que dejábamos atrás, mi mayor preocupación pasó de ser que la oveja o nuestras valijas se cayeran del baúl, a perder nuestras vidas, mientras avanzábamos a toda velocidad en la ruta que ahora era de tierra, tenía un solo carril, pero autos transitando en ambos sentidos.
En el medio de mi intoxicación de adrenalina, se me ocurrió pensar qué diría mi mamá si me viera en ese momento. Anonadada por la ridiculez de toda esta situación, no saqué fotos para ilustrar mi historia, pero sí filmé este video, exclusivamente para ver la reacción de mi mamá y que ahora comparto con ustedes:
Llegamos todos vivos después de hora y media, incluido el corderito y nuestro equipaje, pero llegamos a otro pueblo, cuyo nombre no tengo manera de saber. Mi paciencia, que no es mucha, se había agotado hacía rato, pero no me quedó más remedio que esperar a que otras 4 personas quisieran ir a Chefchaouen como nosotras, para que otro taxista nos llevara. Esta vez la espera fue más larga al igual que el viaje, sobre mejores rutas pero que atravesaban ya montañas, acantilados y bosques.
Felizmente sobrevivimos, y delante nuestro se alzaba bellísima y azul la medina de Chaouen. Debo aclarar que del punto donde nos dejó este taxi a la muralla de la medina, había mucho para subir, pero no pensaba bajo ningún punto subirme a otro taxi.
Así que agotadas, encaramos una cantidad incontable de escalones y subidas, y fuimos recibidas por un marroquí que vio potencial en nuestro estado deplorable. Prometió llevarnos al mejor hostel del mundo, el más barato, el más limpio, el mejor ubicado y no dejó de hablar hasta que le dijimos que sí. No tenía ya fuerzas para regatear ni discutir, ni pedirle reiteradas veces que deje de seguirnos.
Nos llevó a un hostel feo y sucio donde quisieron cobrarnos 10 euros más sobre el precio real de la habitación. Y, por supuesto, no nos evitamos el berrinche cuando nos fuimos.
Una hora después de perdernos en el laberinto de escaleras, encontrábamos nuestro merecido descanso en el Riad Baraka.
¿Valió la pena toda esta odisea? Sin duda:
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Etiquetas: Chefchoauen, Marrakech, Marruecos