Rafael López, M.·. M.·.
Una de las primeras, y más sistemáticas, obligaciones de un iniciado es hacer un balance sincero de sus trabajos pendientes. Y si la cumple con rigor, con afán de verdad, con honestidad, puede que llegue a darse cuenta de que muchos de los fallos que aprecia en los demás tienen su origen en él mismo.
Y empiezo haciendo esta puntualización después de reflexionar sobre algunas voces que alertan de un repunte de la masofobia en la sociedad y de asistir a un debate en redes de esos que le dejan a uno un regustillo amargo.
Se supone que la masonería tiene una vocación universalista que se plasma en la búsqueda de una sociedad mejor mediante la evolución ética de sus miembros. Y digo se supone porque del dicho al hecho hay un buen trecho. Un trecho imposible de recorrer si en vez de actuar lo habitual es quedarse en las palabras.
No sé por qué será pero cada vez estoy más convencido que todo aquello cuya base es la invocación universal, a nada que hurgues, desprende un tufillo elitista que desmiente su propia, supuesta vocación. Y ese tufillo, que en principio debería de ser simplemente preocupante, se convierte en un hedor insoportable cuando la principal preocupación de sus miembros es señalar quienes son y quienes no, quienes pueden ser y quienes no tienen ninguna oportunidad, dejando así al descubierto una vocación de corralito exclusivo en el que no cabe ni un pequeño porcentaje de la humanidad.
¿De qué universalidad hablamos entonces?
Recuerdo cierto relato de ciencia ficción de los años sesenta en el que una nave israelí llegaba a un planeta de otra estrella y se encontraba una raza inteligente; una raza de cucarachas inteligentes. Todo discurría con una cierta placidez hasta que una delegación de esos habitantes solicitaba ser reconocidos como judíos.
No voy a entrar aquí en los planteamientos éticos y tradicionales que los protagonistas del relato desarrollaban, ni siquiera voy a desvelar el final, pero sí que voy a extraer una pregunta que sirve para plantearme la verdadera vocación universal de cualquier organización o proyecto. ¿Puede considerarse universal algo, sea movimiento, asociación, idea o planteamiento, cuya primera preocupación es señalar a los que no pueden integrarse en ello?
Me temo que no. En realidad, tengo claro que no.
Cualquier vocación universal debe de partir de una globalización de sus miembros de la que solo podría uno excluirse por voluntad propia. Lo contrario, lo que sucede realmente con todos los movimientos universalistas, es que en realidad son elitistas, lo más, lo más, con una cierta voluntad de proyección hacia los demás, hacia unos demás que tampoco es que tengan un especial afán en ser incluidos en nada que suponga compromiso, superación o conocimiento.
La masonería es vista con sospecha por una parte de la sociedad que desconfía de su discreción, vulgo secretismo, del supuesto elitismo de sus miembros y de los fines que persigue, fines que cada uno puede moldear según sus deseos o necesidades. Al fin y al cabo atacar algo que siempre está a la defensiva ya garantiza una cierta victoria.
Pero no toda la culpa de la visión deformada de la masonería reside en los profanos. Desgraciadamente entre nosotros existen personas que al revelar su condición de masón, en realidad de iniciado, asestan un golpe de desprestigio a la institución.
Me contaba una amiga, y todos los protagonistas tienen nombre y apellidos reconocibles, que sentía un profundo rechazo hacia la masonería desde que cierta persona, coach por más señas, se vanagloriaba de su condición de masón durante unos cursos en su empresa. Sus maneras, que ella definía de inadecuadas, su forma de enfocar los temas, que ella consideraba una exhibición de soberbia, y su forma de utilizar su pertenencia a la orden, que ella definía como una coartada para imponer una superioridad que no se sostenía en argumentos, llevó a mi amiga a hacerse una idea muy negativa de lo que era un masón, y por ende de lo que era la masonería.
La irrupción de las ideologías en nuestros talleres, en nuestros debates, que enconan las posiciones hasta límites que la fraternidad no soporta, tampoco ha sido de mucha ayuda para poder prestigiarnos frente a la sociedad, ni para defender la vocación universal de nuestro mensaje.
¿Qué sociedad mejor podemos pretender si la primera medida es excluir de esa sociedad a más de la mitad de sus integrantes?
¿Qué sociedad mejor podemos construir si la primera premisa es determinar que ideas son válidas y cuáles no? ¿Qué mejora de la sociedad podemos invocar si nuestra primera medida es acoger en ella solo a los buenos, a los afines, a los, para algunos, válidos? A mí, estos planteamientos, me dan un cierto aroma a sectarismo.
Resulta que para algunos solo se puede ser masón si se es de izquierdas, para otros solo se puede ser masón si se es hombre, para otros solo si se presenta uno a las puertas con los deberes ya hechos, para muchos, la mayoría, solo si comulgan con su idea. Pobres cucarachas inteligentes si se les llega a ocurrir pedir integrase en una Obediencia. Algunos les dirían que no son hombres, otros les dirían que no son de izquierdas, otros les dirían que su hábito de comer basura es incompatible con las buenas costumbres, otros les dirían, con asco, con desprecio, que son cucarachas, unos seres inferiores y que su mentalidad no casa con la masonería. Seguro que habría, incluso, quién considerara inapropiada para la masonería su forma de vestir o la forma de portar los distintivos, mandiles y medallas.
Claro que tampoco podemos pretender mucho más cuando entre nosotros mismos imponemos las siglas a la fraternidad, lo que nos separa a lo común, lo que nos enfrenta a la tolerancia, lo político a lo masónico, lo visceral a lo reflexivo.
Viendo algunos debates, viendo algunas actitudes, viendo ciertos alineamientos, yo ya no tengo claro si soy, o quiero ser, masón, judío o cucaracha.