De vez en cuando, ordenar el entorno físico supone ordenar la vida hasta que, de repente, te encuentras con algún objeto que lo remueve todo y te das cuenta de que ese intento de colocar las cosas no es más que una manera de esforzarse por seguir adelante sin que te atrape demasiado el pasado, o lo que pudo haber sido y no fue, como dicen en las películas de guion encorsetado.
Eso ocurrió con ese botón de nácar con borde dorado que apareció en la caja donde descansan los productos para limpiar los zapatos mientras ordenaba el cuarto de la ropa. Con él, en un instante, en una mano, apareció otro tiempo, otra vida, momentos concentrados llenos de felicidad e inocencia de una forma tan clara, tan real que lograron abrumarme.
Recordé las tardes en casa de mis abuelos paternos contando los botones que se multiplicaban cada noche en una caja de latón pintada de negro con geishas de colores. Sentí a mi abuela Concha dejándome hacer mientras mi abuelo Fidencio me pinchaba para que diera rienda suelta a toda mi redichez. Oí historias que algún día escribiré -o no-, y que hoy me abruman en la necesidad de poder llegar a ser tan fuerte y con la capacidad de superación de esas dos personas que, a su edad, estaban empezando a saber lo que era una vida tranquila, feliz y generosa.
Aparecieron esos momentos en los que intentaron enseñarme, desde su honestidad, lo que era la vida, lo que consideraban que era el bien y el mal, lo que creían que yo debía saber para ser feliz, para vivir en paz y en calma conmigo misma. Se esforzaron mucho, cada segundo, quizás sin saberlo pero con ahínco, para que yo recibiera el enorme amor que salía de cada uno de ellos, su forma de hacer de mí una persona que algún día lograra ser indemne a la adversidad.
Viví momentáneamente en esa creencia de que todo iba a estar bien siempre hasta que, al cerrar el puño para agarrar todo lo que ese botón representaba, llegaron las dudas, una a una, implacables. No sé si esas tardes me han ayudado o no, no sé si realmente si me han facilitado la toma de decisiones, ni siquiera soy capaz de discernir si he cumplido sus expectativas, si es que tuvieran alguna sobre mí. Lo que sí sé es que no cambio ni uno solo de esos segundos ni una de esas conversaciones atropelladas. Sin ellas, un botón de nácar con borde dorado nunca me hubiera traído con tal fuerza tantas sensaciones y tantos sentimientos.