En los últimos años, personas relevantes —desde el historiador Timothy Snyder hasta Madeleine Albright, ex secretaria de Estado norteamericana— han identificado nacionalpopulismo y fascismo. Discrepo, dice el escritor y académico Javier Cercas en EPS [El nacionalpopulismo no es fascismo: es peor. 25/08/2024]. El nacionalpopulismo es un movimiento político que se extendió por Occidente a raíz de la crisis de 2008, como el fascismo lo hizo a raíz de la crisis de 1929. Ambos se han manifestado de forma distinta en cada país: igual que no eran iguales el fascismo italiano, el nazismo alemán o el falangismo español, no son lo mismo Trump, el Brexit o Puigdemont (o Le Pen, Orbán o Salvini). El líder indiscutido del fascismo fue Hitler; el líder visible del nacionalpopulismo, Putin (y el no tan visible Xi Jinping): él apoyó la llegada al poder de Trump, el Brexit y el otoño catalán de 2017, financió a Le Pen y Salvini y es uña y carne con Orbán. La historia nunca se repite exactamente, pero, como los seres humanos no paramos de cometer los mismos errores, siempre se repite con máscaras diversas; así, el nacionalpopulismo es una máscara posmoderna del fascismo. Las similitudes entre ambos son evidentes: la hostilidad a la democracia, el nacionalismo, el uso masivo de la mentira; no menos evidentes son sus diferencias. La más notoria: el fascismo usó por sistema la violencia como instrumento político; no así el nacionalpopulismo (o no, en Europa, hasta la guerra de Ucrania). Pero la diferencia fundamental es otra. El fascismo surgió en un momento de enorme descrédito de la democracia, y de ahí que se propusiera abiertamente aplastarla; el momento del nacionalpopulismo es distinto. En un macroestudio realizado por World Values Survey, el 91,6% de las personas interrogadas en todo el mundo afirmaba que la democracia era un buen método de gobernar su país, lo que significa que, como ha escrito David Van Reybrouck, “la parte de la población mundial favorable al concepto de democracia nunca ha sido tan elevada como en nuestros días”. En vista de lo anterior, el nacionalpopulismo ha desarrollado una forma de agresión a la democracia opuesta a la del fascismo: se trata de atacar la democracia en nombre de la democracia. Esto puede hacerse socavando las instituciones, pero también de formas menos sutiles. Quienes asaltaron el Capitolio de Washington en 2021 nada tenían que ver con quienes asaltaron el Congreso de Madrid en 1981 (estos querían acabar a las claras con la democracia, mientras que aquellos gritaban que les devolvieran la democracia que, según Trump, les estaban robando), y los secesionistas catalanes que en septiembre de 2017 pulverizaron el Estatut e hicieron trizas la Constitución decían practicar la democracia radical. Esa es la diferencia más destacada entre fascismo y nacionalpopulismo: el primero descree explícitamente de la democracia y la ataca de manera frontal y desde fuera; el segundo finge creer en la democracia para atacarla desde dentro, destruyendo el Estado de derecho, que es la base de la democracia. Fascismo y nacionalpopulismo se parecen mucho en el fondo, pero en la forma son opuestos; y en política, como en casi todo, la forma es inseparable del fondo. Identificar sin más fascismo y nacionalpopulismo no sirve para derrotar a éste: impide hacerlo, igual que un mal diagnóstico impide curar una enfermedad.
Dieciséis años después de la eclosión del fascismo, la II Guerra Mundial lo derrotó en lo esencial; 16 años después de su eclosión, el nacionalpopulismo todavía sigue aquí. Por supuesto, es preferible seguir lidiando con él que cargar con 50 millones de muertos, pero deberíamos encontrar cuanto antes su antídoto: mientras no lo encontremos, el nacionalpopulismo es peor que el fascismo. O quizá ya hemos encontrado su antídoto y no hemos sabido aplicarlo. El antídoto no puede consistir en fomentar la enfermedad (como hemos hecho en Cataluña, donde, gracias a la amnistía, los secesionistas siguen convencidos de que en 2017 defendieron la democracia); consiste en demostrar que sus soluciones son un timo y en mejorar la vida de la gente de la única forma conocida: fortaleciendo la democracia, que es el otro nombre del Estado de derecho. En nuestras manos está. Javier Cercas es escritor y académico de la RAE.