Dos meses han pasado desde la última vez que fui capaz de escribir sin que a los pocos minutos la sangre me hirviera tanto que me obligara a abandonar de golpe el teclado. Y sé que para muchos es difícil entenderlo, pero a veces es muy complicado tener la determinación necesaria para seguir adelante cuando hay tantos frentes abiertos. En ocasiones el sentimiento de impotencia es tan grande que sólo queda cerrar los ojos muy fuerte y esperar a que pase el temblor sin que nos lleve con él.
Mi abuela me contó que cuando era pequeña vivió en una casa con tantas goteras que primero escampaba fuera que dentro. De modo que abundaban los perolitos regados por todas partes intentando recoger agua para evitar el menor daño posible. Así me siento yo, Venezuela es un rancho con multitud de goteras en medio de un aguacero de miserias, una legión de malandros disparando a quemarropa, la nevera de adorno y unas bolsas de basura en la puerta donde el que puede busca algo que llevarse a la boca para no morirse de hambre aunque en el intento termine siendo alcanzado por el plomo. En resumen, como dirían los viejos: “el rancho está ardiendo”.
Hacer frente a esta situación no es fácil, la vida se convierte en una pesada carga, en todo eso que nunca imaginamos que nos tocaría ver ni siquiera de lejos. De pronto las peores imágenes propias de territorios azotados por el hambre, la violencia y las enfermedades saltaron de nuestros televisores y se apoderaron de nuestras calles, de nuestras casas. Casi sin darnos cuenta, o más bien, sabiéndolo pero sin poder hacer demasiado para evitarlo, llegamos a este desastre que nos amenaza con más balas, cárcel, muertos, injusticia… Como si no hubiéramos tenido ya lo que hasta la mente más enferma consideraría suficiente.
De pronto sentí que me ahogaba, que no podía respirar. Ese ahogo se multiplicaba pensando en las horas que cada día pasa mi mamá haciendo cola en el supermercado, en el patrimonio que gastan mis hermanos para conseguir alimentos que parecen alucinaciones, en lo flacas que están muchas de las personas que reconozco solamente por la sonrisa que al ver un ser querido ilumina por un momento sus rostros demacrados por el hambre y la impotencia, en los muchachos que cada día engrosan la lista de presos políticos o defunciones. Es muy difícil no sentir que te duele la vida cuando todo lo que te importa se está yendo al carajo. Es misión imposible controlar el llanto cuando alguien pregunta por tu gente. Porque por más estoico que uno quiera parecer, siempre hay una lágrima rebelde que desbarata ese “bien” con el que podría haberse engañado al interesado, y por qué no, a uno mismo.
Ese ahogo, esa angustia y ese llanto pasaron del teclado al volante, a los libros, al plato del desayuno, a la debilitada almohada que me escucha cada noche. Por eso dejé de escribir, por pasarme estos dos meses combatiendo entre el dolor que siento y el instinto de supervivencia, sintiéndome egoísta por permitirme semejante lujo mientras millones de personas están jugándose la vida en esa bomba de tiempo que es mi país. Dejé de escribir intentando pensar en cosas bonitas, hablar de cosas bonitas, pero fue inútil. No fui capaz de producir nada con lo que pudiera engañar a nadie y mucho menos a mí, al contrario. Por eso preferí el silencio aunque éste me llevara a lidiar con el sentimiento de culpa por mi absurda pretensión de una “vida bonita” cuando la realidad es bien distinta.
Hoy 19 de abril es un buen día para volver a escribir, porque a pesar del dolor hoy hay algo bonito que contar. Millones de venezolanos saldrán a la calle para exigir libertad, democracia, justicia. Este día tiene un significado especial porque hace más de dos siglos Venezuela se cansó de la opresión e inició su camino a la independencia. Sin embargo, todos sabemos que recuperar la democracia no será cuestión de un día, de modo que si está luchando una nueva generación de venezolanos, tampoco nos vendría mal sumar nuestro propio día en el calendario no para que nuestros descendientes de dos siglos más tarde nos recuerden con el mismo orgullo con el que nosotros recordamos las hazañas de un Libertador que este régimen malsano ha prostituido hasta el infinito, sino para que le devolvamos al país lo que durante años le dio a nuestros abuelos, padres y a nosotros mismos. A Venezuela le debemos mucho y sólo nosotros podemos sacarla de la cloaca en la que el chavismo la ha sumido.
Estos dos meses de lucha interna han servido para darme cuenta de que la única forma de que mi país no me duela es vaciándome las venas, y no, no puedo ni quiero. Estos dos meses no han podido cambiar que lo más bonito de mi vida está en ese pedazo de tierra que en el mapamundi parece un rinoceronte rodeado de papagayos. Mi familia, mi infancia, mis recuerdos, mis costumbres, mi acento, mis sueños, todo salió de allí, de ese país del que me siento orgullosa aunque ahora no tenga pasaporte. Del país que tiene que tapar las goteras de violencia, narcotráfico, escasez, corrupción e impunidad que el chavismo representa, y la mejor forma de eliminar esas goteras será acabando con ese rancho que muchos tienen en la cabeza, construir una casa con bases sólidas, con techo de verdad, sus matas de mango donde dar refugio a los loros y un jardín donde sentarse a recibir los amigos y ver volver a los que una vez tuvieron que irse.
Los sentimientos hay que demostrarlos y defenderlos, incluso de uno mismo. No hacerlo es deshonrarlos como si no valieran nada o nada tuvieran para dar llenando su existencia. Así como cuando uno se enamora de verdad y sabe que de volver a nacer se volvería a enamorar del mismo ser, así siento yo cuando pienso en mi país, porque si volviera a nacer y pudiera escoger dónde, no hay mejor lugar para mí que Valencia. Si volviera a nacer, volvería a ser venezolana. Y aunque todos sabemos cómo acaba el cuento, lo que recordamos es que al principio de palo es Pinocho.
@yedzenia
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