Revista Sociedad

De política y felicidad

Publicado el 13 octubre 2017 por Abel Ros

Aunque no lo crean, soy muy vago para conservar las amistades. Lo soy, como les digo, porque no suelo llamar a casi nadie por teléfono, tampoco me gustan las comidas con viejos conocidos y, ni siquiera los acontecimientos familiares. Siempre he pensado que el sentimiento y el espacio van cogidos de la mano. Tanto es así que cuando se rompe el accidente - el sino que unió a personas desconocidas bajo una causa común: un aula o un viaje, por ejemplo -, se termina evaporando el adhesivo de la emoción. Por ello, queridísimos lectores, suelo vivir con intensidad el presente; el instante de cada momento por muy trivial que parezca. Hay personas que no llevan bien la frustración del desapego. No lo llevan bien, como les digo, porque sufren en silencio la imposibilidad de revivir las viejas glorias del pasado. Gente, y valga el ejemplo, que vive enjaulada en etapas de la vida sin darse cuenta que son únicas e irrepetibles.

No me gusta, la verdad sea dicha, ojear fotografías. No me gusta, maldita sea, porque a través de las mismas tomo conciencia de lo injusta que es la vida. Es injusta porque, a diferencia de los gatos, los humanos solo tenemos una. Una para aprender dónde están las piedras, y una para apartarlas del camino sin morir en el intento. Por ello, le decía a Peter, que lo justo sería tener dos vidas: una para la teoría y otra para la praxis. Aparte del dinero - que nos da tranquilidad y alegría -, la felicidad es algo más que una colección de billetes arrugados. Lo es, queridísimos ricos, porque hay pobres que ríen como si atesoraran millones de quilates, y ricos que lloran como si no tuvieran un mendrugo de pan que echarse a la boca. Por ello, a veces me pregunto: ¿dónde demonios está la fórmula de la felicidad? La felicidad tiene que ver, y mucho, con la mirada atrás. Una mirada que a unos horroriza y a otros reconforta.

La felicidad, me decía un tipo que conocí en El Capri, sería algo así como beber birras en un garito de Palermo. Una definición nada convincente para aquellos que odian el alcohol y los bares a deshoras. La felicidad no puede ser relativa. No puede ser, como les digo, porque si no habría tantas felicidades como personas en el mundo. Felicidades determinadas por la cultura y el contexto y, felicidades débiles por la imprecisión de su concepto. La mirada hacia el frente - como dicen los optimistas y cientos de escritores de libros de autoayuda - evita que las heridas del pasado ataquen al presente. Esa actitud ante la vida siempre la critiqué por su dosis de cobardía. Solamente aquellos que miran atrás toman conciencia de su dosis de felicidad. Mirar atrás, queridísimos lectores, nos sirve para hacer balance sobre nuestros éxitos y fracasos. Solamente cuando el saldo es positivo; cuando los logros han sido más abundantes que los abandonos, es cuando nuestra estima sale fortalecida y podemos decir, a boca llena, que seguimos en el camino.

Las crisis existenciales, aquellas que sufren algunas personas a su paso por la vida, son causadas por el balance vital que antes les decía. La factura del tiempo es precisamente el coste que pagamos por los trenes no cogidos. No olvidemos que la suerte, tal y como la conocemos, no es otra cosa que el cruce entre talento y oportunidad. Un cruce necesario para que los invisibles sean recompensados por su verdad. Sin la oportunidad, el talento se convierte en desolación, tristeza y depresión. Sin el esfuerzo, la oportunidad se convierte en fantasía. Los acontecimientos políticos, sociales y económicos no deberían desenfocar nuestra mirada interna. Una mirada hacia el esfuerzo y la esperanza de que algún día llegue nuestra oportunidad. A veces, sin saberlo, somos las figuras fantasmagóricas que deambulan por los sueños de las élites. No dejemos que el sueño de los otros haga que seamos víctimas de conflictos. No dejemos, maldita sea, que la independencia eclipse nuestra suerte.


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