Estamos sin duda en otra etapa de transición. No me refiero a las noticias de revoluciones, mentiras al descubierto o poderes que caen y aparecen en la tele. Me refiero a esos cambios que poco a poco se van produciendo en el interior de las personas y que transforman, a la larga, mucho más que revoluciones.Realmente, a pesar de las manifestaciones, de la discriminación positiva y de todas esas medidas que se están tomado, todo ello no sirve de mucho si, siendo mujeres del siglo XXI, no nos damos permiso para ser libres, para ser felices, y para buscar nuestro camino y bienestar sin remordimientos. Cada vez me topo más con mujeres a mi alrededor que perciben que algo no funciona bien en sus vidas. Son historias de tristeza interior, de soledad o de una entrega desproporcionada que llega al abandono de sí mismas. Algunas son historias dramáticas; otras describen un proceso de descubrimiento de la propia infelicidad personal; otras, simplemente, una alarma que ha saltado, sutil pero implacable. Todo ello, sumado a mi propia tormenta personal, me ha llevado a reflexionar sobre por qué nos resulta tan fácil a las mujeres anularnos, ocupar el lugar más escondido o convertirnos en una infravalorada superwoman. La respuesta es bien sencilla: nuestra sociedad se ha ocupado bien de ello. Tanto, que está jorjado a fuego en nuestro ADN. Por este motivo nos parece una traición buscar y defender nuestros espacios, ponernos en primer lugar, querer ser felices por encima de todo. Y los culpables de ello no son los otros, sino nosotras mismas. Solemos confundir el amor con la entrega absoluta del ser. Solemos poner nuestro centro en los hijos, nuestra familia, nuestros padres o el trabajo. Y olvidamos que para que todo funcione en equilibrio, el centro debe estar en una misma.
Siempre me ha encantado la directriz en los aviones sobre las máscaras de aire en caso de peligro. Si quieres ayudar, primero ocúpate de seguir con vida tú y luego estarás en condiciones de atender al resto. No es egoísmo. Es sentido común. En la vida cotidiana ocurre lo mismo. Pero estamos tan inmersas en las vidas de los otros, que olvidamos lo valiosa que es la nuestra, la que vivimos aquí y ahora. Y en ese camino me encuentro. En casa, de sobrenombre, me llaman "Puercoespín". Bueno, en realidad, me puse yo el nombre. ¿Por qué “puercoespín” y no “erizo”, que suena más tierno para una madre? Simplemente porque las púas son mucho más grandes. Y este término tan poco halagüeño me lo gano a pulso todos los días. ¡Mi esfuerzo me cuesta! Los que me conocen saben que me encantan los abrazos, las charlas de corazón, el tú a tú, el compartir. Mi familia sabe que soy como Internet, disponible las 24 horas para cualquier cosa. Pero todo tiene un límite. Además, he instalado un software con el que detecto los chantajes emocionales a la legua. Y defiendo mi espacio con uñas, dientes… y púas. Alguno que otro ha salido magullado. Y no, no me siento culpable. No me siento culpable porque he logrado formatear mi disco duro y reescribir nuevas reglas. Porque he logrado (no siempre, lo reconozco) salir del río de esas normas sociales no escritas y puedo ver que en esas aguas no quiero bañarme más.
Hablamos de feminismo, de mujeres, de cambios sociales... Pero creo que eso sólo se queda en la superficie. Los cambios reales vienen del interior. No quiero ser una princesa, ni una reina... Prefiero sin duda ser un puercoespín.
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