Vivimos en una sociedad invadida por el mundanal ruido. No parece existir tregua para que se imponga el silencio. Dice la Organización Mundial de la Salud con mucho criterio que somos el segundo país más ruidoso del mundo. ¡Vaya, se dice pronto! Casi tanto como Japón, que va primero en el nada meritorio ránking de países adalides de la contaminación acústica. Lo cierto es que hay ruidos de máquinas que son inevitables en nuestra vida cotidiana, sobre todo a la hora de transportarnos, como el ruido callejero de los motores de los vehículos en el tráfico rodado hasta el de los aviones que surcan los cielos. Las fábricas e industrias de diversa índole otorgan su más que suficiente granito de arena a esto del ruido. En un ámbito más hogareño encontramos sonidos de diversa tipología y estridencia en picadores de cocina, turmix, lavadoras, lavavajillas, microondas, aspiradoras, cadenas de WC, televisores, radios, ordenadores, taladradoras, ventiladores, depiladoras y un larguísimo etcétera de artilugios domésticos que nos hacen mucho más cómoda y fácil nuestra existencia diaria. Luego existen otro tipo de ruidos que muchas veces podrían ser prescindibles, y que los provocamos con sólo abrir nuestra boca: el griterío, o simplemente el hablar a voces.
Y es que se hace cuanto menos insoportable que en determinados contextos y situaciones la salud y la calidad de vida se vean seriamente mermadas por la acción del griterío al generar, como el ruido en general, estrés, depresión, ansiedad, trastornos psicológicos y enfermedades cardíacas. No es que en algunas provincias se chille o se eleve la voz más que en otras, es que el hablar alto se ha convertido en un modo de vivir que define muy especialmente a las grandes ciudades de nuestra sociedad moderna e industrializada. En algunos de los lugares donde más se sufre el hablar a los cuatro vientos es en los locales o establecimientos de ocio: bares, restaurantes, cafeterías, pubs y discotecas. En ciertas fiestas o fechas señaladas, es cuando este tipo de locales más se atestan de personas que van a pasárselo en grande sin importarles el número de decibelios que van a emplear y desplegar para ello. El griterío es tal en algunas mesas de varias decenas de comensales, que resulta casi imposible la comunicación interpersonal no sólo entre ellos, sino en las mesas circundantes que poseen un menor número, y que acuden al establecimiento con la sana intención de poder mantener una conversación pausada y tranquila sin tener que estar tapándose continuamente los oídos.
Esta circunstancia también se aprecia mayormente en medios de transporte como autobuses o vagones de metro, donde en ocasiones la comodidad de los viajeros "silenciosos" se ve importunada por la acción invasiva de los viajeros ruidosos cuando viajan en grupo. Qué voy a contar de la típica pandilla de jovenzuelos adolescentes que combinan risotadas y carcajadas a mandíbula batiente con la reproducción gratuita a un volumen nada discreto, cuando no ensordecedor, de temas de reggaetón, hip hop o rap, haciendo bastante insoportable todo el trayecto de los que queremos echar al menos una cabezadita. Vamos, que si pretendemos dormir cerca de gritones, más nos vale salir de casa con un buen kit de tapones.