Llovía. Las tormentas habían dejado de escucharse hacia un rato. En la calle, detrás del visillo de la cortina, anochecía. Los relámpagos habian desaparecido. Los destellos de luz que se veían en el horizonte, ahora se habían cambiado por las luces azules de tres coches de policía que se encontraban dos plantas más abajo. Los cristales de las ventanas crujían por el viento. El sonido de las sirenas habían dejado de sonar y ya sólo se escuchaba la lluvia y la aguja de un tocadiscos deslizándose por el final de una canción, que no se sabía cuando había terminado de sonar. Las cuarenta y cinco revoluciones de aquel disco de vinilo se habrían querido convertir en treinta y tres. My Way de Sinatra había llegado a su final. Una buena banda sonora para aquel instante.
El sargento Ramírez no quiso subir por el ascensor. Su corazón ya le había avisado alguna vez. Por su chaquetón negro de cuero se deslizaban las gotas de lluvia. Al llegar al rellano de entrada al piso, se lo quitó y lo dejó en el pasamanos de la escalera. El sombrero de Fedora se lo dejó puesto. Ramírez fue el último en entrar en la casa. Poca cosa, señor, le dijo uno de los hombres que estaban uniformados. El sargento miró por encima de sus gafas hacia un lado y otro de aquel salón. La oscuridad del exterior ensombrecía aún más el interior del piso. No encendáis la luz, ordenó. Su voz estaba rota por una gripe que había tenido la semana anterior.
De repente, la melodía de un móvil se escuchó rompiendo el silencio de la casa. El sonido venía de la cocina. La carrera de uno de los policías por llegar a tiempo para contestar a la llamada. No le dio tiempo a descolgar el teléfono. Un número oculto, señor, le dijo otro de los hombres uniformados. ¡Averigüe quién es, dígame quién ha llamado!, dijo el sargento, mientras su mirada perdonaba la vida de aquel agente que aún no llevaba el arma en la cintura.
Ramirez se quedó inmóvil por un instante. Bajo la luz tenue de una lámpara de sobremesa, un cigarro descansaba en el cenicero. Humeaba. Un hilo fino ascendía lentamente, dejando en el aire su olor. Las cenizas eran rescoldos de ese fuego letal. La pantalla del ordenador estaba apagada, pero el portátil aún permanecía encendido. Una luz roja parpadeaba con rapidez. No se detenía. Y a cada instante que pasaba, parecía que lo hacía a más velocidad. Había que detener aquella luz intermitente. Todo dependía de pulsar una tecla. ¡Pulse, rápido!, le dijo el sargento Ramírez a uno de los agentes uniformados. La pantalla del portátil se volvió a iluminar. De nuevo regresó a la vida, después de permanecer latente, en ese estado de hibernación artificial.
La pantalla del ordenador iluminó todo el salón, descubriendo junto a él, a un cuerpo ensangrentado. Aquella escena hizo que algún agente rompiera a llorar. Otro, incluso salió fuera de la casa para vomitar. En la pantalla, dos palabras. Mensaje enviado. En la bandeja de salida del correo, un mensaje acababa de ser enviado. Una carta estaba en ese instante viajando a otro lugar y a su lado, estaba él, desangrado, con su última gota de sangre a su lado.
Aquel bolígrafo de punta fina descansaba desangrado sobre el escritorio, sobre un papel en blanco, junto al ordenador que lo había asesinado. Hacía unos días que había dejado escrito sus últimas palabras y sus últimas gotas de sangre ya habían cuajado.
DEP
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