Revista Cultura y Ocio

De qué hablo cuando hablo de Murakami / Primera y segunda entrega

Por Calvodemora

De qué hablo cuando hablo de Murakami  / Primera y segunda entrega
Primera entrega / Murakamiando / De hace unos años / Las evidencias
En ocasiones la vida parece una vida de encargo. Obra en silencio la trama o debo decir la convicción de que una trama exista, pero a la vida la gobierna el azar, la administra el azar, la convierte el azar en esto trágico con lo que nos levantamos a diario y en lo que abrimos pecho como si nada pasase, como si fuese en verdad la vida un encargo de otro, una novela. Caso de que la vida sea una novela sería una de Proust o de Faulkner. No sería jamás una novela de Murakami. Tampoco me hace feliz la idea de que la vida sea una novela si se arrima a la idea de novela de Ken Follett o de John Le Carré. Confieso haber leído sus argumentos adictivos, haber entrado y salido de los personajes, sentido el suspense de la historia, pero no miman la palabra. La abandonan, la subordinan al concurso de los acontecimientos. Prefieren el lustre de la intriga, saben los dos que el que lee es un devorador de tramas, una de esas almas descarriadas a las que la vida no les abastece de ardor ni de belleza y terminan (ay) cayendo (yo he caído, yo he sido un devorador de tramas, yo he robado horas al sueño por Follett y Le Carré) en best sellers. Pero sobre todo temo a que la vida termine pareciéndose en demasía a una novela de Murakami. De hecho es de Murakami de quien he venido hoy a escribir. De cómo aburre su escritura y de cómo, aburriendo, no conduce a ningún sitio ni te hace sentir feliz o perplejo o emocionado durante la travesía. Aparte de lento, lo que cuenta Murakami es irrelevante. La vida (razono) no debe ser aburrida y debe conducir diariamente a algo. Debe (además) hacernos sentir felices de vez en cuando, perplejos (eso lo consigue sin esfuerzo) y hasta dejarse llevar por la emoción y ponernos tiernos, sentimentales, frágiles como un haiku de petaĺos. He leído los cuentos del sauce, Tokyo blues, el de Kafka y la del pájaro que da cuerda al mundo y con eso (creo) he tenido bastante. Lo que no comprendo (una de las tantas cosas que no acabo de entender) es la razón por la que existe esa querencia hacia los libros de Murakami. Cómo vende lo que vende. En qué hechizo cayeron los que, abriendo sus novelas, creen estar penetrando en un mundo fantástico, en un país asombroso al modo en que solo la buena literatura es capaz de abastecer a quien lo solicita. Los hechizos son inaprehensibles, no se dejan capturar por lo cartesiano, jamás se aleja del confort del corazón, ahí en donde bombea sus jugos más amorosos. Peor sería, tú lo sabes, oh Miguel, testigo de mi vicio, beber los vientos por Bucay, creer que a la vida podemos curarla con grageas espirituales de saldo, con pastillitas de alegría express, pero eso entra en un post que espera su turno en el editor de mi blog.
Segunda entrega / Las pastillitas express / De ahora / 7000 discos de jazz
Mi amigo K. sostiene que no se puede ser tan intransigente en materia literaria y que Murakami, bien leído, algo tendrá para que esté ahí, en los suplementos dominicales y en las mesas de Grandes Éxitos de El Corte Inglés. El otro día, recorriendo sin prisa uno de sus centros comerciales (el de Puerto Banús, en Marbella), no vi ningún libro de Murakami. Será porque no tiene ninguna novedad, me ilustró K. Y pensé en que posiblemente sea un autor de ventas masivas, de los que agrandan los ojos de los libreros cuando las cajas les traen una novela nueva. Contra la voluntad del librero por vender más no tengo absolutamente nada. Yo también soy librero, aunque no haya vendido un libro en mi vida. Soy uno de esos libreros que disfrutan cuando ven gente en la calle, en los parques, en el metro, leyendo a Bucay, a Stendhal o a Murakami. Qué poco importa. Hay libros que yo he leído que despertarían la desconfianza de muchos lectores. Habiendo sido siempre (creo) un lector exigente, nunca he sido uno que condene un cierto tipo de literatura, o de cine, pongo por caso. Me cuido de no abusar, entiendo. Procuro merodear esas tentaciones frívolas que en ocasiones animan un verano. Hace poco escribí que leo a Stephen King en estos meses de estío. Me produce un alivio absoluto su forma de escribir, ese ir avanzando sin que nada te deslumbre y sin que nada te ofusque. Van las tramas avanzando con absoluta facilidad. Con Murakami, a pesar de haber insistido, no tengo esa condescendencia libresca. De verdad que me cansa. Hay veces (me pasó en Tokyo y en el de la cuerda del pájaro) en que sospecho que no voy a llegar a ningún sitio. Que leer es un merodeo de algo a lo que nunca voy a acercarme. Y como tampoco me apasiona su manera de contarme esa periferia, desisto, declino la posibilidad de encontrar el secreto de su lectura, al que otros (vengan, por favor, cuenten) han accedido y del que han extraído el placer y las enseñanzas que yo he recogido de Chesterton o de Borges o de Melville. Las pasrtillitas express me las tomo a voluntad de mis vicios. Me abastecen de paraísos pasajeros. Por eso a veces escucho a Daft Punk en vez de estar todo el santo día con el bueno de Lester Young. No puede estar uno en un búnker, le digo a K. O me lo dice él a mí, ya no sé. Se nublan las cosas. No sé quién amonesta a quién. Será que Murakami (acabo de terminar unos relatos que me han dejado absolutamente indiferente). No son los días, pueden decirme. Sauce ciego, mujer dormida, el librito en cuestión, merecerá otra oportunidad, seguro. Pero es que tenemos tanto que leer que no podemos conceder segundas oportunidades. No me gusta, en fin, que los cuervos hablen. Al menos, anoche no me hizo ninguna gracia. En eso estoy. Excusadme, murakamianos. Me cansa su amor irrenunciable a sí mismo, que no esconde y airea a poco que se siente bien con lo que escribe. Me duele (en el fondo es un dolor) la sensación terrible de que estoy perdiendo el tiempo. Que el libro pesa, K. Los libros, los buenos, no tienen peso. Son de una coherencia molecular inasequible a las leyes de la física. Y Murakami, en verano incluso, aburre. No digo que no haya una cierta afinidad primeriza. La sentí (no exageremos tampoco) en After Dark. No sé quién me lo recomendó. Sí recuerdo que no fue una voluntad explícita mía. Ah, pero el bueno de Murakami tiene más de 7000 discos de jazz. Solo eso le salva. Nada que tenga más de 7000 discos de jazz puede ser completamente irrelevante. Volveré esta noche a la mujer dormida y al sauce ciego. El verano, el inconsciente, me ha dejado abrir las ventanas de mi dormitorio y adoro el fresco dulce de los patios de mi manzana. Son silenciosos. Se oyen gatos a lo sumo. Estaremos ahí los dos, Haruki y yo. Igual escucho por los cascos un poco de Stan Getz. Igual faltaba eso para entrar en materia.

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