Eran las tres de la madrugada, Peter fregaba los últimos tubos de la barra. La música estaba apagada. Solo se oía el maullido de los gatos y el motor del camión de la basura. Sentado en el taburete, que había al lado de la barra, saboreaba los recuerdos de mis años juveniles. Un periódico caducado, y manchado de café, servía de compañía a la soledad de mis neuronas. Con la mirada perdida, pensando en cómo pagaría el recibo de la luz; se me acercó una señora. Era una mujer de unos cincuenta años. Rubia de bote y con tacones de aguja. Me pidió fuego. El último cigarrillo, le dije, lo fumé cuando tenía catorce años. Un señor, que estaba a dos taburetes del mío, sacó un mechero. Era un mechero amarillo, de esos que levan rueda y no encienden a la primera. Yo seguía solo, inundando mis penas en las burbujas de la Coca Cola. No había móviles, ni gente cabizbaja leyendo el Marca a lo largo de la barra.
Aquella señora, entabló conversación conmigo. Me dijo que mi cara le recordaba a su marido. Que estuvo casada durante veinte años y que, de la noche a la mañana, la dejaron por otra. Entre calada y calada, el ponche acompañaba el estribillo de sus penas. Ahora estaba sola. Sola y necesitada. Le dije que no se preocupará; que no sufriera por los hombres. Que se olvidara, por un instante, de cuando estaba casada. Después de un buen rato, hablamos del trabajo. Me dijo que, aunque no la creyera, era profesora. Profesora de literatura en un instituto marginal de las tripas alicantinas. Me comentó que le fascinaban las letras. Tanto que se había convertido en una Quijota. Una Quijota porque de tanto leer novela negra estaba trastornada. Las novelas, me dijo, habían hecho de ella una loca empedernida. Tanto que frecuentaba callejones sin salida, escuchaba jazz de madrugada y sentía atracción por los hombres fracasados. Hombres, me dijo, con dientes amarillos, camisas arrugadas y pantalones remendados.
Más allá de la infidelidad, su marido la dejó por su locura. Me confesó que se había convertido en "una Diógenes" de novelas. Tanto que su despacho parecía una librería, de patas arriba, por razones de mudanza. Le apasionaban, entre otras detectives, Erika Falk, la atormentada Rebeka Martinsson, Petra Delicado y la inspectora Amaia Salazar. Eran mujeres necesarias en un mundo de envidia y maleza. Mujeres justicieras que lo único que buscaban era resolver los casos más enrevesados. Me comentó que soñaba que la perseguían. Soñaba que se veía envuelta entre tiros y reyertas. Tanto que tomaba pastillas para dormir. Para dormir, con uno ojo cerrado y el otro entornado porque no se fiaba de lo que pudiera ocurrir en el silencio de la noche. Pobre mujer, pensé. De qué le ha servido leer tanta novela, si ha terminado peor que don Quijote. En un momento de la conversación, sacó un bolígrafo del bolso. Un bolígrafo de tinta roja. Pidió una servilleta a Peter y escribió: "cuidado con aquel señor de la corbata". Miré, limpié mis gafas, y volví a mirar. No había nadie, me recordó a don Quijote. Me recordó cuando el ilustre caballero veía gigantes en lugar de molinos.