Asistí anoche al ensayo general de la obra De ratones y hombres, de John Steinbeck, en el teatro Español. Dirige el montaje Miguel del Arco, que es, desde su irrupción con La función por hacer, una suerte de rey Midas teatral que convierte en oro todo lo que toca: El proyecto Youkali, Veraneantes, La violación de Lucrecia, Juicio a una zorra... Son suficientes argumentos para considerarle uno de los directores/dramaturgos más interesantes del panorama teatral español. No es extraño, pues, que en el patio de butacas -aforo completo, con mayoría de actores y gentes de la profesión- hubiera un hormigueo especial, que se tradujo, al caer el telón, en una unánime y efusiva ovación.
De ratones y hombres es, por encima de todo, un espectáculo lleno de emoción. La hay en el texto de Steinbeck, centrado en la peripecia de dos amigos, dos parias que viajan de lugar en lugar en busca de un trabajo con el que poder subsistir en los agobiantes años de la gran depresión; la hay en la apasionante lectura que hace Miguel del Arco, creador de un espectáculo admirable y conmovedor, por momentos hipnótico; y la hay, naturalmente, en el excepcional trabajo de los intérpretes, encabezados por Fernando Cayo y Roberto Álamo.
De ratones y hombres es una historia trágica, un lóbrego aguafuerte donde la tinta dibuja el negro sudor de los trabajadores, casi esclavos, que retrata Steinbeck; no hay apenas luz en una existencia amarga y sin otra alegría que una copa y una mujer los fines de semana. Lennie, el gigantón descerebrado, y George, obligado por no se sabe qué motivo, moral o familiar, a cargar con él en su peregrinaje laboral, son dos personajes de vida lastimosa, lo mismo que aquellos con quienes tropiezan en la granja que les acoge: un viejo sin una mano que arrastra con él a un perro moribundo; un negro con la espalda rota; una mujer sin nombre a quienes todos consideran una furcia despreciable y que no busca sino un poco de conversación que la saque de su aburrida rutina...
Pero Miguel del Arco abre las ventanas de la agobiante tragedia para darle a la función un aire respirable, donde las risas están permitidas; los personajes encuentran la compasión primero y la complicidad después de los espectadores, que entran de lleno en una historia de carne y hueso, real y cercana, por muy lejanos que estén de nosotros (relativamente, claro) la historia y el lugar donde se desarrolla. Y lo hace con su habitual gusto por el detalle, con pinceladas llenas de humanidad y verdad.
Los actores son el otro gran activo del espectáculo. Sobre Roberto Álamo y Fernando Cayo descansa la mayor parte de la función; aquel ofrece un gigantón infantil, adorable, divertido en su estupidez, en un trabajo excepcional para un personaje simple (no en su acepción de sencillo) pero peligroso. Cayo, por su parte, dibuja con precisión los variados matices de su personaje: ternura, amistad, sensatez... "Yo cuido de ti y tú cuidas de mí", se dicen ambos, y no son solo los personajes quienes se otorgan ese cuidado: también lo hacen los dos actores. Irene Escolar es la única mujer en el reparto; en cada trabajo crece un poco más, y la frustración y los sueños perdidos de su personaje encuentran una exacta traducción en su sobresaliente interpretación. Junto a ellos un excelente reparto donde destacan, también, Antonio Canal o Emilio Buale y que contribuyen a crear un magnífico espectáculo que está a la altura de los últimos años del Español y de los anteriores trabajos de Miguel del Arco.