(JCR)
“Yo tenía una abuela que me pegaba cuando me portaba mal, pero yo la quería mucho y cuando se murió he harté de lloar”. Escuché esta frase varias veces de labios de un viejo amigo italiano con el que viví en Uganda varios años, y me sirve con claridad meridiana para expresar los sentimientos que tengo hacia Bangui, la capital de la República Centroafricana. Viví allí un año largo, hasta marzo, y actualmente sigo acudiendo allí con regularidad por razón de mi trabajo. Como la ”nonna” de mi amigo, Bangui me ha golpeado, me ha hecho daño y la temo… pero al mismo tiempo me fascina. Por algo la llamaban “la coquette”. Desde el año pasado, sus habitantes han cambiado el nombre por “la rockette” (el proyectil, en francés).
Acabo de regresar de una estancia de pocos días en la capital centroafricana, que del 7 al 19 de Octubre ha conocido una oleada de violencia intensa que no se había visto durante meses, con el trasfondo de un gobierno de transición que cada día se revela más incapaz y del que nadie se fía.
Todo empezó el pasado día 7, cuando el jefe de las milicias anti-balaka, Edouard Ngaissona, dio un plazo de dos días a la presidenta Catherine Samba-Panza para que dimitiera. Hacía unos días que se habían sabido los detalles de un escándalo financiero conocido como el “Angolagate”: la presidenta recibió un don de 10 millones de dólares para la recuperación del país por parte del presidente de Angola, José Eduardo dos Santos. La mitad de ese dinero se entregó en maletas a los allegados a la presidenta y su primer ministro y hasta la fecha nadie ha justificado cómo se gastó, entre otras cosas porque esos fondos ni siquiera pasaron por el Ministerio de Finanzas. A los anti-balaka, que estaban perdiendo popularidad, el escándalo les vino de perlas para tener una ocasión de hacer una demostración de fuerza.
Estando así el ambiente de caldeado, el 8 de octubre salta la chispa cuando un musulmán arroja una granada en una aglomeración de gente en el barrio cristiano de Gobongo y mata a cuatro personas. Los viandantes, furiosos, le cogen, le matan a pedradas y queman su cuerpo. Al día siguiente, los musulmanes del barrio del Kilómetro Cinco llevan el cadáver en procesión para protestar en la puerta de la misión de la ONU (conocida como MINUSCA), y de paso por el camino paran a un taxista y se vengan matándole a él y a dos pasajeros a los que llevaba. Ese día los musulmanes incendian casas de barrios cristianos, y los anti-balaka –enemigos jurados de los seguidores del Islam- aprovechan para montar barricadas y robar a todo el que se les pone delante. Las fuerzas internacionales –la MINUSCA, los soldados franceses y los militares europeos de EURFOR (entre los que, por cierto, hay 95 soldados españoles)- intentan poner orden y son atacados por los anti-balaka, que matan a un soldado pakistaní e hieren a otros diez. El caos y la violencia se apoderó de Bangui durante algo más de diez días. Fueron los primeros enfrentamientos serios desde que la MINUSCA -los cascos azules de la ONU en Centroáfrica- tomó el relevo a la fuerza de la Unión Africana (la MISCA) el pasado 15 de septiembre.
Durante ese tiempo, los anti-balaka prohíben a la gente de numerosos barrios circular libremente. En sus zonas no permiten que entre ningún vehículo y los disparos suenan por todo Bangui día y noche atemorizando a la población. Y en su afán por extender la violencia, atacan el barrio de Ouango, una zona a orillas del río Oubangui que casi siempre ha gozado de bastante calma, porque dicen que sus habitantes –de etnia Yakouma, rival de la etnia Gbaya mayoritaria entre los anti-balaka- se han negado a montar barricadas. En dos días los enfrentamientos en Ouango se cobran cinco muertos, más de 30 casas son incendiadas y sus habitantes corren a refugiarse a la vecina iglesia de Saint Paul.
Bangui, que había empezado a conocer una vuelta a la normalidad desde julio de este año, vuelve a llenarse de desplazados, sobre todo en las iglesias y en la zona cercana al aeropuerto. Así me encontré Bangui cuando llegué: con una enorme tensión en la calle y sonido de disparos que estallaba en cualquier momento del día o de la noche. Mientras tanto, las fuerzas internacionales decidieron actuar con mucha más contundencia y durante los últimos días mataron a unos 15 anti-balaka en las escaramuzas. Es muy posible que esto haya contribuido a rebajar la tensión durante los últimos días. La oficina de la ONU para África Central, donde trabajo, envió a su representante especial, el profesor Abdoulaye Bathily, que actúa de mediador en la crisis junto con el Ministro de Exteriores de Congo Brazzaville Basile Ikouebe y durante varios días encontraron a todas las partes implicadas y las presionaron para que se comprometieran a dejar de lado la violencia. Esperemos que sean serios en cumplir su promesa, porque de lo contrario cualquier incidente puede volver a desencadenar la dinámica de ataque-venganza-contra ataque- caos generalizado, y así hasta el infinito.
El domingo pasado pude, por fin, salir a la calle por el centro de la ciudad –algo más tranquilo que los barrios más periféricos- y charlar con viejos conocidos, que expresan la frustración de una situación que les pesa y que no saben cuándo terminará. Pero Centroáfrica es mucho más que Bangui, y en prácticamente todas las zonas del interior suceden a diario episodios de violencia y combates entre los musulmanes de la Seleka y los anti-balaka. De sus cuatro millones y medio de habitantes, cerca de medio millón han huido a países vecinos como Camerún y Chad como refugiados, y alrededor de otro medio millón son desplazados internos.
Mientras todo el mundo mira a África preocupado por el Ébola, hay otros lugares del continente –Centroáfrica, Sur Sudán, el Este del Congo, el Norte de Nigeria, Darfur, Somalia…- donde muchos, muchísimos miles de personas más mueren a consecuencia de conflictos armados. Otras crisis, como las de Siria e Iraq, tienen más prensa porque pensamos que nos tocan más de cerca. La de Centroáfrica, aunque menos conocida, no les va a la zaga en gravedad.