Cuando un “único” se vuelve un extraño desbarata bastante… Hay un franqueo pagado que no ha salido de tu bolsillo. Y eso a veces se filtra donde no debe.
Entiendo que si hay algo que zurcir es porque previamente estuvo roto. Nos cruzamos tantos corazones con tiritas, tantos, que damos por hecho que de alguna manera se lo habrán buscado. Somos así de egoístas. Evaluamos a pelo, sin caer en que las cicatrices tardan tiempo en mirarse con cariño. Meses, años, lustros o eternidades. Aquí cada cual funciona con su empeño.
Las personas que apuestan, las que lo hacen de verdad, se tambalean en la cuerda floja más que los demás. La línea que separa el limbo del resto del paisaje no suele ser muy clara. O quizás se empaña con el vaho: esos suspiros que soltamos cada vez que te muerden. Por cada dentellada, un poco más de vaho. Mi piel se ha hecho inmune a los dientes de los corderos, que son, con diferencia, mucho más feroces. Al menos los lobos no prometen, no regalan, no arropan buscando ganarse tus muslos abiertos. Sólo entran, devoran y te excitan sin más. Rápido. Inocuo.
Cuando el tiempo te manda algún cordero lastimado ya puedes poner la alerta en marcha. Porque nada que hayas estudiado te dará resultados coherentes. Los lastimados son esquivos. Más aún aquellos que piensan como lobos. Son seductores. Se mueven fieles a su instinto. Y tienen miedo. Miedo al fracaso. A hacerse daño. A no saber gestionar sus tiempos. A quedarse a medias. Están agarrados a su verdad y estando ahí se sienten seguros, porque es lo que controlan. Todo lo demás no importa. Sólo su integridad, que la habían perdido.
Mi extraño (que raro dirigirme a él así…) tenía también sus miedos. Pero no le paralizaban. Sólo actuaba despacio, muy despacio… Todo lo analizaba, lo evaluaba y comparaba. Quizás siempre fue así. Su tiempo se medía en hacer, crear, a veces hasta mutilar lo que ni tan siquiera hubiera nacido. Esos miedos son los peores, porque no hay espacio para los que apuestan. Y, tarde o temprano, se dan por vencidos.
Lo curioso es que hubo un tiempo de combustión. Las conversaciones, largas. El cariño, fácil. Había temporadas en las que sólo existía barbecho… Un silencio cargado de meses. Pero era una ilusión. Si de repente yo perdía el Norte, él era el primero en prestarme la brújula. Me decía: “ahí está el horizonte”… y yo, tras contemplarlo con firmeza, volvía a hacerlo mío. Recuperaba mi horizonte. Así era sencillo rodar…
Pronto entendí que era un cordero especial. Se exigía tanto que no llegaba a concretar nada; las metas estaban más altas. Siempre un peldaño más arriba. Subía, subía y subía. Subía y se tambaleaba. Creó el castillo de naipes más radiante, el más grande. Trepaba cada vez más deprisa, porque quería ganarse el derecho a pleno pulmón. Le podían las ganas. No entiendo por qué nunca le dio por mirar hacia abajo… Por no girarse, no pudo ver que no le seguían… A medio camino de esa cima se dejó olvidada su vida ya hecha. Y por el propio contrapeso que no existía, un buen día se quedó sin castillo, sin vida y sin peldaños.
Cuando le conocí, estaba en sus ruinas. Aunque lo disimulaba muy bien. Su descaro polivalente le abría las puertas del deseo. Al principio le costó reubicar sus costillas. Ya con todas en su sitio decidió cambiarse de Adan a Adonis en un salto de cama. La jugada era maestra. Y volvía a tener la partida ganada.
Alguna vez confesaba que sólo quería bondad. La bondad no hiere. Pero lleva de la mano unos cuantos extra que nos da pereza utilizar. Si no hablábamos de bondad, lo hacíamos de las estampidas, de los besos robados y de lo grande que nos hace lo pequeño. Sus mínimas máximas seguían siendo hermosas. Y cuando el reloj nos restaba el tiempo de cerrar los ojos, yo pensaba en que las perdices tenían que cerrar su cuento algún día. Mis deseos se volatilizaban con su orgullo, supongo.
Ser cordero le hacía especial. Era más cordero que muchos pero, sobre todo, era feroz. Tenía la exclusividad de quienes han venido a aportar algo grande. La inmensidad era condensada en lo minúsculo y me contaba de sus ganas por parar los días. La escalada ya no le divertía como antes y cuando miraba atrás sólo quería recuperar el esfuerzo invertido. Porque era una inversión… aún no podía bajarse en marcha. No todavía…
Le sigo contemplando con los mismos ojos de siempre. Se procura días en que está ausente. Seguramente, habrá señales que no comparta. De mis cicatrices he aprendido que los espacios aportan más que separan. Si se convierte en extraño, le dejo hacer…
Los tramos y los trechos ahora los apuntala. Disfruta de las vistas. Restaura y se despista. Si hay gresca, le roba tiempos muertos a lo que le da la gana. Me fascina que su rutina haya dejado las matemáticas a un lado. Quizás no todo cuadra, pero esta vez sí hay timón. Y esa es la certeza que a veces te da la vida…